Aunque puedan rastrearse algunas visitas a Salta durante los años 60 del sacerdote jesuita -devoto del Señor y la Virgen del Milagro -, la más misteriosa de todas sucedió en diciembre de 1974, justo cuando el último jesuita de la Católica, George Haas, anunciaba su renuncia al cargo de rector que venía ejerciendo desde 1969.
La historia debería remontarse al 15 de marzo de 1963 cuando -después de una jugosa donación del ingenio San Martín del Tabacal- el entonces arzobispo de Salta Roberto Tavella firmó la resolución de creación de la Universidad Católica de Salta y confió “a perpetuidad” su dirección a la Compañía de Jesús.
Así, a mediados de los 60 comenzaron a llegar sacerdotes vestidos de impecables trajes negros que hablaban el español todavía con alguna dificultad: venían de Norteamérica, pues la intelectualidad jesuita en Argentina sólo podía ocuparse entonces de la Católica de Córdoba.
Entonces todo marchaba sobre ruedas para Eduardo Patrón Costas , quien se consideraba el continuador y supervisor de la obra de su padre, Robustiano Patrón Costas, fundador también del ingenio.
Pero en 1968 el nuevo general de los jesuitas, Pedro Arrupe, nombró a Haas como nuevo rector y empezaron las malas noticias para Eduardo, quien siempre había imaginado que la Católica iba ser un perpetuo homenaje a su padre, a su juicio su único benefactor y fundador junto a Tavella.
Tenaz, trabajador y con una visión muy diferente a la de Patrón Costas, Haas proyectó una universidad con carácter público y como obra de toda la sociedad local: para eso destinaba buena parte de su tiempo a recorrer familias y empresas a las que pedía donaciones, con las que además de proveerse de equipos, becaba a estudiantes de escasos recursos.
Ninguna de sus decisiones o palabras podía calificarse como revolucionarias, pero Haas cometió otro “error” imperdonable para Patrón Costas: promovió y hasta llegó a enorgullecerse de que un gran porcentaje de jóvenes de la Católica no sólo estudiara, sino que participara en centros de estudiantes de su casa de estudios.
Que hacia 1972 Haas recibiera en el claustro de la Católica al jesuita Federico Aguiló debió ser para Patrón Costas el acabose: el también sociólogo había escrito en Bolivia un libro sobre la emigración a la Argentina en el que incluía severas críticas a las condiciones en las que trabajaban y vivían los bolivianos en las zafras del norte salteño. Haas recibió el libro de Aguiló y lo incorporó a la biblioteca de la Universidad que Patrón Costas imaginaban como obra del Ingenio y su fundador.
El encono del empresario contra Haas quedó reflejado en el libro “Eduardo Patròn Costas 1912 – 2012. Una vida y sus obras” que la familia encargó a Lucía Solís y Gregorio Caro Figueroa para guardar una elogiosa memoria del empresario.
“El actual rector (Haas)… por convicción o equivocación, transita el camino que no es el desbrozado en nuestras conversaciones iniciales conjuntamente con nuestro inolvidable Arzobispo de Salta, Monseñor Tavella” , le escribió Patrón Costas a un ex provincial Jesuita, Cándido Gaviña, Tampoco había “practicado la gratitud”, (o sea no le rendió los honores a don Robustiano que esperaba su hijo), y con ese “transitar errado” y esa “actitud injusta” “fue apartando día a día a sus entusiastas y eficaces amigos y colaboradores”.
La carta publicada en el libro de Tolosa, Caro Figueroa y la familia Patrón Costas, está fechada el 12 de junio de 1973, días antes de que Arrupe nombrara como nuevo provincial argentino al joven Jorge Bergoglio, por entonces de 36 años, quien así entraba de lleno en la historia de la Católica de Salta.
Su actuación respecto de jesuitas argentinos que fueron eran perseguidos durante la dictadura fue conocida sobre todo en los casos de Ortlando Yorio y Francisco Jalics, pero es muy posible el caso de Haas haya sido su primer dolor de cabeza respecto de sus dirigidos, todavía en la presidencia de Isabel Perón.
Y es que la revista“El Caudillo” que actuaba como la cloaca de la derecha peronista y amplificaba las denuncias que, menos vehementes, hacían dirigentes y empresarios conservadores como Patrón Costas, ya acusaba a Haas de difusor del marxismo, lo mismo que volantes anónimos o atribuidos a la triple A, que circulaban en Buenos Aires.
Algunos jesuitas recuerdan todavía hoy cómo en los primeros días de diciembre de 1974, el provincial argentino desapareció de la XXXII Congregación General de la Compañía que acababa de empezar en Roma para tratar, entre otros temas, el de la promoción de la justicia como parte de su tarea evangelizadora.
Cuando uno de sus compañeros argentinos se preguntó en la casa general de los jesuitas, a metros de la plaza San Pedro, ¿dónde se metió Jorge?, Bergoglio aterrizaba en el aeropuerto de El Aybal, convocado por el entonces arzobispo Carlos Mariano Pérez, de tan estrecha cercanía con Eduardo Patrón Costas que dos años antes había viajado a Orán para celebrar los 50 años del ingenio.
Bergoglio quedó entonces justo en medio de una encrucijada salteña.
Qué le dijo Pérez a Bergoglio para que lo sacara a Haas de Salta será uno de los misterios que guardará Roma en adelante, hasta el fin de la historia. Lo cierto es que el miércoles 11 de diciembre de 1974 Haas convocó a una conferencia de prensa para anunciar su renuncia argumentando que se consideraba un obstáculo para que la Católica recibiera una ya imprescindible ayuda del gobierno de Isabel Perón, para pagar sueldos a sus docentes.
Era una verdad a medias, típica de los jesuitas. La otra parte de la verdad era que debido a su visión democrática e inclusiva de la universidad, lo mismo que a su apertura a quienes cultivaban lo que se llamaba teología de la liberación, Haas se había quedado sin el apoyo de Patrón Costas y del resto de la distinguida sociedad salteña a la que Pérez -lo mismo que su antecesor Tavella- solía frecuentar.
Ese 11 de diciembre se perdió el rastro de Haas en Salta. Es posible conjeturar que antes de volver a salvo a sus Grandes Lagos norteamericanos, pasó meses escondido en casa de otros jesuitas norteamericanos -los sacerdotes José Laly y Juan Schak-, por entonces de misión en pueblitos de Anta.
El segundo misterio que Bergoglio guardará en Santa María la Mayor es porqué, como provincial jesuita, no hizo valer ante Pérez la resolución de Tavella que le concedía a los jesuitas la dirección de la Católica a perpetuidad. Por qué no designó un sucesor jesuita de Haas. Y porqué no quedó ningún jesuita, ni siquiera en cargos menores.
Cualesquiera hayan sido, los motivos excedían los meramente económicos. Y es que la labor de la Compañía -o por lo menos de algunos de su integrantes – parecía inviable en aquella Salta en la que Isabel Perón acababa de destituir al gobernador Ragone, quien había tenido por lo menos algunos gestos de apoyo a la Católica y a los jesuitas. De hecho, Ragone había sido uno de los benefactores individuales que Haas había captado antes de que fuera electo gobernador.
Tampoco podía alentar a Bergoglio la casi simultánea intervención de la Universidad Nacional de Salta con la que se remplazó al social cristiano Holver Martínez Borelli por una dirigencia peronista mucho más afín a medios semioficiales como El Caudillo, que acusaba en sus páginas a los jesuitas de pertenecer a una Sinarquía que quería quedarse con el poder mundial.
En todo caso, poco después quedó en claro qué tipo de dirigencia necesitaba la Católica para lograr el apoyo económico del gobierno de Isabel Perón: Pérez nombró como rector al cura militarista Normando Requena, que desde hace años cumplía funciones como capellán militar de la V Brigada de Montaña, con asiento en Salta.
Sólo días después del nombramiento de Requena, la Católica comenzó a recibir ayuda del Estado Nacional que se extendió durante todo el período de la dictadura inaugurada por Jorge Rafael Videla, hasta que en 1984 el presidente democrático Raúl Alfonsín la canceló.
Puede decirse que a partir del éxodo o expulsión de los jesuitas de Salta, Pérez y Bergoglio siguieron itinerarios inversos, por lo menos en relación a la cuestión de los derechos humanos.
Si bien a Pérez se le adjudica haber intercedido en privado por presos políticos, públicamente apañó la dictadura, como en homilías de las fiestas del Milagro en donde aseguraba que el aporte de la Iglesia salteña al Proceso de Reorganización Nacional iba a ser el de fortalecimiento de las familias locales.
También cedió espacios de su arquidiócesis para que el provicario castrense el obispo Victorio Bonamín -jefe de todos los capellanes del país- difundiera su prédica en contra de los derechos humanos.
Y en 1984, a punto de retirarse, el arzobispo de Salta se opuso a que la Justicia abriera las tumbas donde, como NN, había sido enterrados clandestinamente las decenas y decenas de víctimas locales de la dictadura. “De allí salen malos olores”, le declaró solemnemente a un diario El Tribuno siempre atento a difundir mensajes negacionistas.
Bergoglio, por su parte, tuvo que dedicar gran parte de su provincialato jesuita a reagrupar su tropa dispersa en distintas comunidades barriales y organizaciones sociales. Y con aciertos y errores que él mismo reconoció defendió a sus curas que habían sido detenidos.
Años más tarde, después de un largo período de ostracismo en la Compañía y ya designado obispo de Buenos Aires, Bergoglio comprendió que la Iglesia debía sincerarse sobre su actuación en la dictadura y alentó la publicación de los archivos de la Comisión Permanente y las asambleas de la Conferencia Episcopal Argentina, en la que precisamente participaba Pérez.
En los tres tomos del libro “La Verdad los hará libres” que promocionó Francisco cuando sólo era Bergoglio, puede conocerse la actuación de sectores de la Iglesia y hasta obispos como Enrique Angelelli, que pagaron con su persecución o su vida su enérgica condena a los abusos que cometían agentes de las fueras de seguridad.
Pero también queda a las claras que los obispos argentinos supieron de primera fuente que los militares practicaban sistemáticamente la desaparición de personas y las torturas como método indispensable de la “tercera guerra mundial” que decían afrontar, y que decidieron como respuesta institucional hacer gestiones privadas en favor de los casos que les llegaban a sus sacristías, pero guardar el silencio público sobre el genocidio que se estaba llevando a cabo.
También resalta en esas páginas escritas con el patrocinio de Bergoglio, el nefasto papel de Bonamín y de capellanes militares como Requena, que calmaban las conciencias de los torturadores de la dictadura, diciéndoles que estaban haciendo una guerra justa y que, por lo menos, la tortura era menos que la muerte.
“Es fácil caer en la tentación de dar vuelta la página diciendo ya hace mucho tiempo que sucedió y que hay que mirar hacia adelante ¡No, por Dios! Nunca se avanza sin memoria, no se evoluciona sin una memoria íntegra y luminosa. Necesitamos mantener viva la llama de la conciencia colectiva, testificando a las generaciones venideras el horror de lo que sucedió, que despierta y preserva de esta manera el recuerdo de las víctimas, para que la conciencia humana se fortalezca cada vez más contra todo deseo de destrucción y dominación”, escribió el papa en su encíclica Fratelli Tutti.
Gracias Francisco por el camino que recorriste, descansa en paz.
Te pedimos ahora que ilumines a quienes conducen la Iglesia en Salta para que sigan tu ejemplo y pongan a disposición de la sociedad de Salta los archivos que ayudarán a comprender la actuación de la jerarquía eclesiástica antes, durante y después de la dictadura. Pero también a conocer el compromiso de aquellos otros que, como Haas o Aguiló, intentaron hacer su aporte para la construcción de otra sociedad salteña.
O a rescatar del olvido a aquellos simples cristianos que pagaron con su persecución o asesinato su compromiso evangélico.
Que los pastores de la Iglesia local se den cuenta que quienes habitamos esta tierra necesitamos la apertura de esos archivos no sólo para recordar el pasado, sino para comprender la Salta en la que vivimos hoy y soñar con la que queremos.
Que así sea. Por Andrés Gauffin
Sobre el autor
Andrés Gauffin
Soy periodista, desocupado de medios desde el año 2000. Con esporádicos programas de radio, artículos en revistas, publicaciones en sitios ajenos y posteos en el face, continué un oficio al que le agarré el gustito. Después de leerme, mi hija me calificó como corruptor de la idiosincracia salteña. Será.
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