En un mundo donde la identidad se construye a golpe de likes y el acoso se esconde tras emojis, la serie británica Adolescence (Netflix) emerge como un relato descarnado sobre las consecuencias de educar a una generación en las tinieblas de lo virtual. Con una trama que parte de un hecho brutal —un adolescente de 13 años asesina a su compañera de escuela, quien lo hostigaba en redes sociales llamándolo "incel"—, la serie no solo narra una tragedia, sino que disecciona las fracturas de una sociedad que ha normalizado la crueldad en línea y la presión por encajar en roles de género imposibles.
Dirigida con un virtuosismo técnico que combina planos claustrofóbicos con secuencias de la vida cotidiana. Adolescence sumerge al espectador en la mente de Jamie, el protagonista, cuyo viaje de vulnerabilidad a violencia funciona como alegoría de una juventud atrapada entre la hipersexualización, el anonimato tóxico de internet y la soledad existencial.
Jamie es retratado como un joven introvertido, alejado del estereotipo del "chico fuerte y sexualmente seguro" que glorifica la cultura patriarcal y que las redes sociales amplifican. Su incapacidad para responder a las burlas de Katie (que lo humilla por su timidez, falta de experiencia sexual y aspecto físico) lo sumerge en una crisis de identidad.
La serie cuestiona cómo la sociedad exige a los varones adolescentes actuar con una "dominancia" irreal, asociada a la agresividad o la sexualización precoz. "¿Qué es ser hombre?", le pregunta la psicóloga, y él estalla en ira porque no sabe cómo responder que no sea actuando lo que le enseñaron que es con agresividad. Una mezcla de rabia, frustración e impotencia.
La masculinidad, entendida como un concepto relacional y moderno, se define en oposición a lo femenino y se consolida bajo los valores jerárquicos del patriarcado, intrínsecamente ligado al sistema capitalista. Este sistema no solo estructura relaciones económicas, sino que también reproduce normas de género que perpetúan la dominación masculina, la explotación y la exclusión de lo asociado a la feminidad o a identidades no heteronormativas. La masculinidad, lejos de ser una esencia universal, es un conjunto de prácticas históricas y culturalmente situadas que se reinventan para sostener el poder de la figura del "hombre proveedor" —productivo, competitivo y emocionalmente restringido— como pilar del orden capitalista.
En nuestro país, en una investigación (MSAL, 2018) con adolescentes varones, se observó la violencia entre ellos como un modo de socialización. Una corporeidad brusca en que la agresividad se impone como forma naturalizada de vincularse entre varones e, inclusive, es decodificada por ellos como una manera de expresar afecto (mediada por los golpes). Se manifiesta frecuentemente en el trato, en los juegos y hasta en el saludo cotidiano, y tiene un papel muy importante en la construcción de la masculinidad, precisamente, en el alejarse de lo “femenino” y en no ser o parecer homosexual.
El bullying en la era de los discursos de odio
El término "incel" (célibe involuntario), originado en foros misóginos de internet, es aquí utilizado como arma por Katie, la víctima del crimen, para humillar a Jamie en Instagram.
La serie introduce varios conceptos populares dentro de la comunidad incel:
“Regla del 80-20”: plantea que solo el 20% de los hombres son deseados por el 80% de las mujeres.
“Píldora negra”: una creencia fatalista según la cual su destino está marcado por la biología y el feminismo, sin posibilidad de cambio.
“Chad” y “Stacey”: los ‘Chad’ son hombres hegemónicos que consiguen pareja fácilmente, mientras que las ‘Stacey’ son mujeres consideradas inalcanzables para los ‘incels’.
La serie explora cómo estas etiquetas, lejos de ser "bromas de adolescentes", condensan una cultura que patologiza la falta de éxito sexual masculino. Katie encarna la doble cara de la hipersexualización: mientras la describen como una joven liberada, ella misma fue víctima de bullying —un compañero de escuela comparte con sus conocidos fotos de ella sin remera—; internaliza y reproduce la violencia sexual contra Jamie cuando en sus redes le dice: “Incel de mierda, ni tu madre te quiere”. Ella también es víctima de este sistema: utiliza su sexualidad como arma para ganar estatus, imitando roles que son propios de quienes la humillaron en redes sociales. Las frases que le dice a Jamie no son solo frases descalificantes: es un síntoma de un sistema que enseña a los jóvenes a medir su valor en función de su capacidad para dominar, seducir o destruir.
La pantalla como cómplice: redes sociales y deshumanización
El gran acierto de Adolescence es mostrar cómo las redes sociales no son un "espacio paralelo", sino el tejido mismo donde se libran las batallas por el reconocimiento. Las conversaciones entre Jamie y Katie ocurren en las redes sociales donde los testigos reaccionan con emojis de risa o fuego, trivializando el abuso. Mientras Jamie intenta cumplir con el mandato de la "virilidad" (sigue cuentas de modelos mayores que él, pero no logra algún tipo de encuentro sexual con mujeres), cada fracaso lo hunde más en la vergüenza.
El acto violento de Jamie no se presenta como una justificación, sino como un síntoma de la desconexión emocional en una generación que crece bajo presiones: se les exige ser "hombres" (agresivos, sexualmente activos); y se les niega espacio para expresar vulnerabilidad. La serie sugiere que su crimen es, en parte, un intento desesperado de reafirmar el control en un mundo donde se siente invisible y fracasado según los parámetros hipersexualizados de su entorno.
Sin culpables fáciles: la tragedia como síntoma colectivo
En cuanto a los adultos en Adolescence, son espectros. Los padres de Jamie, trabajadores que cuidan de sus hijos, pero que desconocen el lenguaje de las redes, representan la brecha entre un mundo que se comunica con códigos crípticos y otro que sigue pensando en términos de "chicos siendo chicos".
La serie critica la complacencia de una generación que subestima el poder corrosivo de lo digital: mientras Jamie se derrumba, su padre le recomienda "hacer deporte para sacarse lo negativo", ignorando que el deporte, en su mundo, es otro campo de batalla para demostrar virilidad.
Adolescence evade el maniqueísmo. Katie no es una villana, sino una víctima más de los estándares de hipersexualización: su acoso surge de su propio miedo a ser excluida. Jamie, por su parte, no es un monstruo, sino un chico roto por un sistema que le exige ser "hombre" sin darle herramientas para gestionar el rechazo. La serie señala a un entorno que patrocina la crueldad: algoritmos que recomiendan contenido violento a adolescentes, escuelas que priorizan la reputación sobre el bienestar emocional y una cultura pop que romantiza la agresividad masculina (desde el rap hasta los influencers de la alt-right: derecha alternatica).
El final de Adolescence no ofrece catarsis. No hay discursos redentores, solo el eco de una pregunta: ¿Cómo “desenganchar” a una generación que crece creyendo que su valor depende de su visibilidad en línea o de lo que se dice en las redes?
Adolescence funciona como un espejo de un modelo de la masculinidad adolescente en la cultura digital. Expone cómo la hipersexualización no solo afecta a las mujeres, sino que también encierra a los varones en roles imposibles: si no son "exitosos" sexualmente, son marginados. La serie vincula esta presión con la deshumanización que facilita la violencia, tanto simbólica (el bullying de Katie) como física (el asesinato).
Las redes sociales actúan como un catalizador de inseguridades, donde la vida íntima se vuelve un espectáculo y la validación depende de performances en línea. Al final, la tragedia de los dos adolescentes refleja un sistema que patologiza la adolescencia sin ofrecer rutas alternativas para construir identidades fuera de los mandatos de género.
Para la investigadora Paula Sibilia [1], la popularidad de las redes sociales como Facebook, Instagram, Orkut y Twitter se justifica por el deseo de las personas de estar visibles para los otros."
Este fenómeno responde a una serie de transformaciones que han ocurrido en las últimas décadas, que envuelven un conjunto extremadamente complejo de factores económicos, políticos y socioculturales, que convirtieron el mundo en un escenario donde todos debemos mostrarnos. Si queremos "ser alguien", precisamos exhibir permanentemente aquello que supuestamente somos, o lo que la cultura nos demanda. En los últimos años, por lo tanto, han cristalizado una serie de transformaciones profundas en las creencias y valores en los cuales se basan nuestros modos de vida y la "espectacularización del yo" forma parte de esa trama.
Resignificando las masculinidades
No son las redes sociales las responsables de la violencia, sino una cultura neoliberal que impone una masculinidad tóxica, competitiva y autodestructiva, donde los hombres son tanto opresores como oprimidos por el sistema.
La escuela tiene un lugar destacado en la construcción de identidades de las infancias y adolescencias. La identidad, tanto individual como colectiva, es un proceso de construcción social. Es falsa la dicotomía “lo virtual versus lo real”.
En ese sentido, Internet es otra dimensión que es necesario tener en cuenta para indagar en qué relaciones los chicos están sosteniendo en ese plano. Es importante remarcar que la escuela enseña a cuidarse y a cuidar al otro en esos espacios. Por eso, en nuestro país, desde la sanción de la Ley de ESI, su implementación buscó visibilizar la reproducción de mecanismos patriarcales que ponen el acento en la socialización machista y sexista a través de diferentes agentes (familias, instituciones, medios de comunicación y redes sociales). El desfinanciamiento y el ataque sistemático por parte de los gobiernos de derecha tiene como objetivo sostener una sociedad patriarcal.
La solución no está en regresar a modelos tradicionales, sino en construir identidades libres de lógicas de mercado, basadas en la cooperación, la diversidad y el cuidado colectivo. La crisis de las masculinidades es, en última instancia, un síntoma de la insostenibilidad de una cultura patriarcal de la que se nutre el sistema capitalista. Bajo el capitalismo, esta performatividad violenta no es casual. El sistema se beneficia de la división binaria de géneros, donde lo masculino se vincula a la productividad, la fuerza y la dominación —valores funcionales a la acumulación de capital—, mientras lo femenino se subordina a roles de cuidado, emocionalidad y servicio, actividades históricamente devaluadas y no remuneradas.
Así, la violencia entre varones no solo reproduce el patriarcado, sino que también disciplina cuerpos para un mercado laboral que exige sumisión a jerarquías y competencia deshumanizante. (LID) Por Rosa D’Alesio / Nancy Méndez
[1] Autora de "Sociedad del espectáculo". Graduada en Ciencias de la Comunicación, por la Universidad de Buenos Aires (UBA), master en la misma área, por la Universidad Federal Fluminense (UFF), y doctora en Salud Colectiva, por la Universidad Estadual de Río de Janeiro (UFRJ)
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