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Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos

Crecimos con Neruda bajo la piel. Con los Beatles y Falú en el aire y con la dignidad del viejo Illia como rumbo señero de nuestro "entonces". Fuimos lo que fuimos hasta que el dengue nos convirtió en sangre y asombro. Y nos rodeamos de jóvenes que inventaron los partidos políticos y la democracia. Sin saber nada de la libertad, claro.

7 de abril de 2009

Habíamos escrito, casi sin querer, que "la libertad de los demás, prolonga la mía hacia el infinito". Y nos hicimos dueños del mundo, por eso. Y en Paris, casi con el aguacero de César Vallejo, otros escribieron: "Seamos realistas. Exijamos lo imposible". En francés, por supuesto, porque sonaba más a revolución libertaria. Es decir, caótica y anarquista, como queríamos que fuera cuando Bakunin nos acunaba el pulso.

Y antes de todo eso, nuestros ojos seguían contemplando una y mil veces la película en la que pasaban a Kennedy, asesinado reiteradamente, en un blanco y negro borroso y con la nieve de aquel burdo televisor que después devino en juguete rabioso y epitafio de las neuronas. No sé, pero decían que Marilyn, la pobre Norma Jean, se había sacudido el alma de barbitúricos por ese mismo Kennedy baleado. No sé. Pero también había una estela por la Bahía Cochinos. Es decir, Playa Girón. Que sonaba más a "Che". Y sin necesidad de Silvio ni de Pablo, que era flaco y cantaba boleros románticos.

Y resulta que, con los dictadores en la cuesta de nuestro Gólgota, nos encontramos en medio de una ordalía en la que todos éramos culpables de algo. Y con los náufragos, nos fuimos al carajo en una balsa desvencijada y sin rumbo esperándolo a Perón que, pícaro al fin, jugaba a que había que ser violentos, pero no tanto. La mayoría, se pasó de rosca. Y la minoría, quedó embobada esperando algo que nos saque del vano de la puerta de ese infierno. Entre tanto, los norteamericanos nos entretenían tirando napalm en Vietnam y el negro Jimmy Cliff se desgañitaba cantando para que paren los bombardeos.

Y volvió Perón, justo cuando ensayaban con nosotros los primeros tests vocacionales para enseñarnos el camino de nuestros fracasos. Nadie, hasta hoy, se dio cuenta de la poca cantidad de profesionales que dieron las generaciones universitarias entre fines de los ’60 y mediados de los ’70. Todos estaban sacudidos por militancias y otros tests que, como el de Rorsarch era el necesario psicodiagnóstico para que nos hundamos más en la pobreza, felices de ser conejillos de Indias del futuro.

En la Cordillera, repicaba el luto por aquel presidente de La Alameda en Santiago. El martirio se acentuó en todo el continente y el vientre se nos dio vuelta cuando Perón condecoró al innoble tirano chileno. Y en ese momento, la pausa del film se hizo más patente: habían pasado años desde Illia y Onganía. Y nosotros, los de entonces, ya no éramos los mismos...

Nos esperaban, en las redacciones, las amenazas y los duelos. Que Jaime explotado, Ragone liquidado, el ministro de Trabajo de la Triple A con la .45 sobre el escritorio en la oficina de la calle Mitre (¿no está allí, hoy, la sede de la procesista Pro Cultura Salta?), que la guerra con Chile, que el secuestro del chileno Gómez (hoy, en Bélgica, por suerte), la tortura, la indecencia, el miedo. "Había que ser muy valiente para ser valiente", le dije un día a un joven periodista de hoy que investigó la muerte de Luciano Jaime, aquel colega asesinado en 1975.

Y se nos vino, nomás, la noche. Era cuando el ex intendente Montoya sacaba a la madrugada, a las gentes con frío para que vayan a construir las viviendas de villa Lavalle. O cuando hacía pintar postes y empleados de color naranja. Era para verlos, olerlos y vigilarlos. Sin pudores. Porque venían a quedarse para siempre. Y nos clausuraban diarios y radios.

Hubo miedo en las noches en que Chile iba a bombardear Salta y, si podía, Córdoba y Mendoza, decían, jugando a ser soldaditos. O cuando por la teletipo de Unites Press, llegaban las fotos del repudio a Videla de argentinos en Nueva York, con la expresa prohibición de publicarlas en la Argentina. Entre líneas, publicábamos el artículo 14 de la Constitución Nacional. Y apareció el término "chupados". Que era el de la vergüenza del mayor Grande, sentado en el Victoria Plaza, con el descaro del tirano y casi diez tipos cuidándole las groserías a las mujeres que pasaban con sus faldas cortonas. Mientras, en otros lugares, "chupaban" a alguno que "algo habrá hecho".

Como el pobre viejo de la calle Siria al 500, al que se lo llevaron por judío.

"Yo tenía quince años y no voté en el ’83 pero me conmovía ver cómo Alfonsín o Luder, podían convocar millones de personas en sus actos de cierre. La gente iba sola. Entusiasmada. Sin que nadie la lleve". El comentario me lo hizo hace poco, en una entrevista, la doctora Verónica Huber a la que convoqué, justamente, para hablar sobre la dictadura de 1976.

Y entonces, pensé, estábamos ahí, creciendo más de lo que nos imaginábamos. Resucitando, en realidad. Y aprendimos. O no. Pero salimos del séptimo infierno. Alguien nos dijo que íbamos a comer, curarnos y educarnos con la democracia.

Pero desde el significado de la libertad, sino sería, nomás, una democracia endeble, casi raquítica.

Y vino lo que vino. Y llegaron los que creen saberlo todo. Y los que traicionaron, claro. O los que sesgaron la historia. O los gorilas. Y los mandriles de culo arrastrado. Y los que mintieron y siguen mintiendo.

Analizaron la historia a su gusto, algunos. Otros, la negaron, directamente. Los que la vivimos, la recordamos con la pobreza de nuestras ilusiones. Desde el lado del sol que nos iba a alumbrar para siempre.

Ni nos dimos cuenta, siquiera, de que llegaron los nietos. Y los que están, que analizan con crueldad de cirujanos desde la sangre de los otros, se han hecho dueños del mundo: del ayer y del mañana. Quizás con la misma soberbia que teníamos nosotros cuando creímos que el planeta se regía, no por Acuario, sino por la revolución. Eterna.

Una multitud acompañó los restos de Alfonsín. "Unas lágrimas por él", me escribió un amigo peronista. Y yo pensaba que, en realidad, Alfonsín se estaba llevando el último gajo de los tests de Rorsach y de las andanzas bakuninianas.

Y así como dos insistentes senderos de sal recorrieron mi (ya cansado) rostro, sentí que la lluvia de su funeral, había mojado el libro de poemas de Neruda, donde apenas seguían escrito aquellos versos adolescentes: "Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos..."

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