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Impunidad. A 18 años, se vuelve a preguntar: ¿qué hicieron con Jorge Julio López?

Del accionar de la Bonaerense al silencio de todos los gobiernos, desde el kirchnerismo a Milei. Una causa judicial consagrada a la impunidad. La ausencia del caso en los medios. Se cumplen dieciocho años de la desaparición forzada del albañil de 77 años, testigo clave en el primer juicio al genocida Etchecolatz. Las acciones y omisiones del Estado encubridor, al desnudo.

18 de septiembre| (LID) |

Este miércoles se cumplen dieciocho años de un hecho que hiere de gravedad al relato que cierta parte del peronismo buscó construir respecto a su compromiso con el proceso de memoria, verdad y justicia en Argentina. La desaparición forzada de Jorge Julio López, cometida la mañana del 18 de septiembre de 2006 en La Plata, es la expresión flagrante del doble discurso oficial y de la voluntad del kirchnerismo de ocultar y mentir en pos de la “gobernabilidad”.

La pregunta que titula esta nota tiene tácitos sujetos diversos. ¿Qué hicieron con Jorge Julio López quienes lo volvieron a secuestrar en plena “democracia”? Pero también, ¿qué hicieron en estos dieciocho años los responsables de encontrarlo vivo y sano? ¿Y qué hicieron quienes debían investigar a fondo lo que pasó con el albañil de 77 años que se aprestaba a presenciar la condena a su torturador de treinta años atrás? ¿Y las empresas periodísticas que generan y marcan agenda, qué hicieron con él? ¿Y los organismos de derechos humanos? ¿Y vos?

Contradicción aparente

No podríamos siquiera intentar responder esas preguntas si no recordáramos que la segunda desaparición de López contiene una “contradicción” de origen. Contradicción aparente, se aclara. Por un lado, es un crimen atroz cometido ante las narices del sistema político y judicial bonaerense, de cuya organización La Plata es más que una capital. A López lo chuparon cuando salía de su casa, como lo hacía cada día, pero nadie desconocía que ése no era un día más.

Aquella mañana López salió con dirección a la sede municipal, donde se había adaptado una sala para las audiencias del juicio contra Miguel Osvaldo Etchecolatz, uno de los capos de los centros clandestinos de detención de la región. Mano derecha de Ramón Camps, el criminal estaba al frente de la Dirección de Investigaciones de la Policía Bonaerense. Él mismo comandaba sesiones de tortura a mujeres (lo que incluía abusos sexuales), muchas de ellas embarazadas, hombres, jóvenes y ancianos. López atestiguó sobre ello. Fue destinatario de las torturas de Etchecolatz.

La contradicción aparente es que, pese a ser un crimen cometido en el centro político de la provincia, pasaron dieciocho años y no hay un solo sospechoso imputado. Menos aún una reconstrucción de hechos que permita saber cuál fue el destino del hombre que sólo quería un poco de justicia. Desde hace varios años, la única “acción” del Estado sobre el caso es el ofrecimiento de una recompensa a quien “aporte información que esclarezca la desaparición”. Parece una broma. Por esa “información” alguien podría ganar hasta $ 5 millones.

El ofrecimiento de recompensa en casos de este tipo, generalmente, lo único que aporta es datos y denuncias falsas que derivan en el malgasto de tiempo y recursos, con tramiteríos innecesarios y operativos inconducentes. En el caso de López, en tantos años, abundaron esos fiascos y a la vez no hubo un solo llamado que brindara alguna pista seria, por mínima que fuera, para llegar a la verdad.

Volvamos a las preguntas. Planteemos algunas coordenadas para responderlas.

¿Qué hicieron?

López fue un testigo clave para condenar a Etchecolatz. El juicio se había abierto tras las anulaciones de las alfonsinistas leyes de Obediencia Debida y Punto Final. A propuesta de Patricia Walsh, diputada de izquierda e hija de Rodolfo Walsh, en agosto de 2003 el Congreso deshizo lo que había promulgado dos décadas atrás. Nada se entendería sin las jornadas revolucionarias de diciembre 2001, cuando el régimen político burgués se cagó en las patas, renovó su personal y durante un buen tiempo repartió gestos progres a lo pavote.

Anuladas esas trabas jurídicas muchos sobrevivientes, familiares de víctimas y organismos de derechos humanos comenzaron la larga marcha por los tribunales denunciando, atestiguando, querellando y logrando condenas contra genocidas que llevaban años gozando del perdón “constitucional”. Uno de esos juicios emblemáticos es el que se le hizo en 2006 a Etchecolatz, acusado de asesinar a Diana Teruggi de Mariani, a Ambrosio De Marco, a Patricia Dell’Orto, a Elena Arce, a Nora Formiga y a Margarita Delgado; y de secuestrar a Nilda Eloy y a Julio López.

Las audiencias se desarrollaron entre junio y septiembre de ese año en el salón dorado de la Municipalidad. El Tribunal Oral Federal 1 de La Plata había dispuesto ese recinto dada la cantidad de público que quería presenciarlas. El juicio había captado la atención de buena parte de la sociedad. Además de tener en el banquillo a un genocida paradigmático, cada testimonio desnudaba más y más atrocidades cometidas en nombre de la patria “occidental y cristiana”.

Mientras López, Eloy y abogadas querellantes como Myriam Bregman, Liliana Mazea y Guadalupe Godoy daban batalla en la sala de audiencias, afuera las organizaciones de derechos humanos, sociales y la izquierda acompañaban activamente. Pero en paralelo a la expectativa popular por encarcelar al asesino, en la calle también pasaban cosas menos entusiasmantes.

Aparato represivo

Finalizada la dictadura, miles de torturadores y asesinos de la talla de Etchecolatz se reciclaron en “democráticos” custodios de las instituciones. Muchos de ellos fueron ascendiendo y durante las décadas siguientes pasaron a conducir las fuerzas represivas. Los más nostálgicos se resistieron a abandonar el gatillo fácil y las torturas, engrosando las listas de caídos por la llamada “violencia institucional”. La gran mayoría se fue “jubilando”, con abultadas remuneraciones por los servicios prestados, y hoy pasean a sus nietos o a sus perros en los parques.

Según informó el entonces ministro de Seguridad provincial, León Arslanián, al momento de hacerse el juicio seguían en funciones más de 9.000 efectivos de la Bonaerense que habían participado del genocidio. Una quinta parte del total de la fuerza. Ellos, junto a las nuevas generaciones formadas en la misma escuela, veían con preocupación la suerte de Etchecolatz y otros “héroes”. No pocos estaban dispuestos a colaborar en cualquier empresa que se propusiera venganza.

A esa composición del aparato represivo hay que sumar que desde hacía rato la Policía Bonaerense se sentía “empoderada”. En 2004, por iniciativa del presidente Néstor Kirchner, el Congreso había votado las “leyes Blumberg” que endurecían como nunca el Código Penal. Apoyado en la desgracia sufrida por el hijo del falso ingeniero fascista Juan Carlos Blumberg, el Gobierno aplicaba recetas punitivistas (que nunca resuelven nada). Así, daba a las policías más poder para controlar y reprimir capilarmente a los sectores populares. Pese a los discursos, la Bonaerense seguía siendo todo lo maldita que podía ser.

También por esa época empezaban a pulular agrupamientos “civiles” progenocidio, camuflados en la supuesta búsqueda de la “memoria completa”. Aunque tortuoso y a cuentagotas, el avance de los juicios había puesto nerviosa a la familia militar-policial-penitenciaria. De esas madrigueras pestilentes salió a la palestra política una joven abogada, hija, nieta y sobrina de militares que fundó el Centro de Estudios Legales sobre el Terrorismo y sus Víctimas (Celtyv). Era Victoria Villarruel, ayer asidua visitante de Jorge Rafael Videla y hoy vicepresidenta de la nación. La misma cuyo nombre y teléfono quedó estampado en la agenda personal de Etchecolatz.

Ése era el contexto y el escenario en el que desapareció Jorge Julio López. Tanto Kirchner como el entonces gobernador Felipe Solá y el intendente Julio Alak mintieron al mostrarse sorprendidos y hasta conmovidos por tamaño crimen cometido en el corazón político de la provincia más grande del país. Ninguno desconocía ni ese contexto ni ese escenario.

Tampoco desconocían que el relato de López (dado en 1999 en los llamados “juicios por la verdad” y en 2005 en la instrucción de esta causa) ponía contra las cuerdas a Etchecolatz. Ni que el testigo había podido contar todo aquello después de dos décadas de silencio (aún intrafamiliar). Pero la única red de protección de López era la de sus propias compañeras y compañeros de la Asociación de Ex Detenidos Desaparecidos, de las abogadas de Justicia Ya! y de otras organizaciones solidarias.

La mañana del 18 de septiembre López salió de su casa del barrio de Los Hornos. Se había comprometido a presenciar la audiencia de alegato de sus abogadas. También pensaba ir el día siguiente a escuchar la sentencia. Pero no llegó. La demora se convirtió en sospecha y Bregman, Godoy, Mazea y la incansable Adriana Calvo lanzaron la alerta de la desaparición. El acierto de aquella temprana denuncia de un puñado de luchadoras contrasta con dieciocho años de impunidad garantizada por el Estado.

Muchos pormenores de las condiciones en las que se produjo el secuestro y de las derivaciones políticas y judiciales pueden leerse en libros como Desaparecer en democracia de Adriana Meyer y Los días sin López de Luciana Rosende y Werner Pertot. En La Izquierda Diario este cronista junto a Andrea López hicimos este resumen sobre el crimen que el Estado se negó a investigar. A efectos ilustrativos, mencionemos apenas dos hechos que sintetizan mucho.

Primero, que durante los 600 días posteriores a la desaparición, la causa judicial no pasó de una “averiguación de paradero” y la “investigacion” estuvo en manos de la propia Policía Bonaerense. El viejo truco de investigarse a sí mismos. Todo avalado por el Gobierno, que dejó hacer por abajo lo que negaba por arriba.

Segundo, cómo olvidar las palabras de Aníbal Fernández, hoy ministro de Seguridad y entonces ministro del Interior, quien pactaba “gobernabilidad” con Solá, Arslanián y los comisarios mientras auguraba que López podía estar escondido “tomando el té con una tía”.

¿Qué más hicieron?

De un lado, los cultores de los chupaderos setentistas secuestrando a López. De otro lado, una masa de funcionarios de todos los poderes dejando hacer sin mover un dedo, mirando para otro lado o, directamente, colaborando en acallar lo que se sabía. Los gerentes del Estado, con apellidos que llevan dos décadas ocupando cargos, ni encontraron a López ni entregaron y juzgaron a sus verdugos. Quienes gobernaron durante los últimos dieciocho años hicieron todo para que López no aparezca. Ni vivo ni muerto.

Mucho menos investigaron y esclarecieron las decenas de amenazas, intimidaciones y agresiones que recibieron testigos y referentes de la lucha por los derechos humanos durante los meses siguientes a la desaparición de López. No caben dudas de que el Celtyv de Villarruel u otros antros prodictadura brindaron su colaboración para más de una de esas acciones clandestinas bajo amparo policial.

Entre los hechos más graves de esa seguidilla estuvieron las desapariciones del albañil Luis Gerez en Escobar (del 27 al 29 de diciembre de 2006) y de Juan Puthod en Zárate (durante más de 24 horas a fines de abril de 2008), otros dos sobrevivientes y testigos de crímenes de lesa humanidad que volvieron a ser secuestrados y torturados. Ambos hechos nunca fueron esclarecidos.

Y no se puede dejar de mencionar el crimen de Silvia Suppo en marzo de 2010. También sobreviviente del genocidio, su testimonio fue clave para condenar en 2009 a genocidas de Santa Fe, entre ellos el exjuez federal Víctor Brusa. En 2018, ya fallecida, su caso fue el primero por el que se consiguió una condena por aborto forzoso como delito de lesa humanidad.

Meses después de la sentencia contra Brusa y otros represores, Suppo murió tras recibir siete puñaladas mientras atendía su pequeño comercio del centro de Rafaela. Los jóvenes sicarios Rodolfo Cáceres y Rodrigo Sosa se autoinculparon y fueron condenados a perpetua. Nunca se avanzó sobre los policías santafesinos que borraron pruebas ni sobre los instigadores del crimen político.

El 25 de octubre de 2014 terminaba otro juicio contra Etchecolatz en La Plata, acusado de crímenes cometidos en La Cacha, uno de los Centros Clandestinos de Detención que condujo. Mientras se leía el veredicto, el genocida levantó la mirada desafiante hacia los familiares de sus víctimas y a los organismos de derechos humanos. Allí estaba, entre otres, Estela de Carlotto. Etchecolatz sacó de uno de sus bolsillos un pequeño papel doblado y lo desplegó lentamente. El fotógrafo de Télam Leo Vaca capturó la escena. En el papel estaban escritas las palabras “Jorge Julio López” y “secuestrar”. El episodio tampoco fue investigado.

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