Google Maps dice que para llegar hay que hacer 531 kilómetros rumbo al noreste y que se tardan siete horas en auto. Desde la ciudad de Salta, por la ruta 34, arranca el trayecto con la compañía de sierras de fondo. El camino, en el que irrumpen cañas de azúcar y arbustos verdes flúo, cruza el límite a Jujuy y luego vuelve a Salta. Hay plantaciones de bananas y cítricos, hay palmeras altísimas.
En el recorrido se bordean las ciudades de Pichanal, Embarcación, Tartagal y Aguaray hasta doblar a la derecha en la bifurcación con la ruta 54. Allí hay que tener cuidado con las vacas sueltas porque el camino presenta curvas. Los vestigios del desmonte se hacen evidentes: campos enormes sembrados que parecen heridas en el bosque. En el kilómetro 87, un cartel avisa: “Usted está en territorio indígena”. Todavía hay que seguir un rato más. En 15 kilómetros, donde el asfalto se termina, se ubica Santa Victoria Este, el último pueblito salteño en el límite con Bolivia y Paraguay. Ahí, en uno de los rincones más abandonados de la Argentina, también se terminan otras cosas.
La zona alrededor de Santa Victoria Este es de una vulnerabilidad extrema. Las familias de las etnias Wichí, Chorote y Chulupí viven desparramadas en construcciones precarias a la vera del río Pilcomayo o inmersas en el monte. Son caras curtidas por el sol -los surcos de la vida al aire libre- que aparentan mucha más edad de la que tienen. Son cuerpos lastimados con hernias y problemas de espalda por el trabajo pesado de hachar, cargar troncos, armar sus propias viviendas, ir a buscar agua con baldes y cortar el chañar en el monte. Las mujeres visten polleras estampadas con colores intensos, se dedican a cocinar, a mantener la casa y hacen artesanías; los hombres se las rebuscan con changas.
Según el Instituto Nacional de Estadística y Censos (Indec), la pobreza en Salta durante el segundo semestre de 2024 fue del 41,2% (el promedio nacional era de 38,1%) y la indigencia, del 7,1%. En enero de 2020, la provincia declaró la emergencia socio sanitaria en los departamentos de San Martín, Rivadavia (al que pertenece Santa Victoria Este) y Orán, luego del fallecimiento de ocho niñas y niños por cuadros de desnutrición aguda y deshidratación. Esa medida sigue vigente hasta hoy. En este territorio se termina el asfalto y los caminos internos son de una tierra finísima que se vuelven intransitables cuando llueve; se termina el trabajo formal porque solo existen las changas, la caza de liebres, corzuelas o chanchos del monte, la recolección de miel o la pesca; se terminan las cuatro comidas al día porque están acostumbrados a un solo plato fuerte de arroz o fideos y después a aguantar con mate cocido; se termina, muchas veces, el acceso a la luz, al agua potable, al gas, a un médico o a un DNI. Se terminan las certezas, porque la urgencia va cambiando de caras y golpea sin piedad.
El equipo de Hambre de Futuro llega a la comunidad El Bordo, ubicada a seis kilómetros del Pilcomayo. No tiene posta sanitaria ni escuela ni luz eléctrica, apenas cuenta con unos paneles solares que se descargan cuando está nublado. Son las 10 de la mañana de un sábado. Los integrantes de la ONG Pata Pila, que acompañan a 430 niños con riesgo de desnutrición en la zona, arriban para hacer un control nutricional. A pesar de la lluvia, arman una mesa, sacan los instrumentos y se ubican debajo de un techo de palos y chapa.
La nutricionista Carolina Quevedo y la pediatra Patricia Gonzáles Ildefonso conversan con una madre, que tiene entre sus manos el carnet sanitario de cada uno de sus hijos: consiste en dos hojas pegadas en cartones de leche en polvo. Arrancan con el control de Víctor, un bebé de 4 meses, que todavía no tiene DNI. Lo pesan, le miden el cuerpo y el perímetro de la cabeza, y el bebé llora cada vez con más fuerza. Mientras tanto, van cargando toda la información en la computadora para actualizar su ficha médica.
—¿Tuvo tos o fiebre?
—Sí.
—¿Qué come él?
—Pecho.
—¿Le dieron agua de algún tipo?
—Sí.
—¿El agua del pozo?
—Sí.
—En principio, con el pecho no necesitaría tomar agua. Pero si le damos algo de agua, sí es obligatorio hervirla. ¿Lo notó caliente?
—Sí.
—¿Tiene termómetro?
—No.
—¿Le dieron algo para la fiebre?
—Novalgina.
—Él es muy pequeñito. Si él tiene muchos días fiebre, hay que llegar a La Puntana para que lo vea un médico. ¿Tienen movilidad para llegar?
—No.
—¿Cómo van?
—Caminando.
—¿Cuánto tardan?
—Mucho.
—¿Tiene celular?
—No.
—¿Hay alguien de la comunidad que tenga celular así si tiene fiebre podemos dar aviso al hospital?
—Sí, un papá.
Lo que no se termina, a pesar del esfuerzo de una gran red de actores públicos y privados, son las infancias bajo amenaza. Desde 2020, ya son 320 los niños de comunidades originarias que fallecieron en la zona por desnutrición y deshidratación, según los relevamientos de Pata Pila. Durante 2025, no se registraron nuevas muertes. Actualmente, el Hospital de Santa Victoria Este está acompañando a alrededor de 40 niños en riesgo nutricional.
“Esta es una deuda histórica que hay en Salta con todas las comunidades originarias. Es una deuda de falta de agua, alimentaria, cultural y educativa. Cuando entró la nueva gestión, sabíamos que había muchos niños Wichí que se morían. Es la realidad. Y, sin embargo, el gobernador abrió la olla y dijo ‘no quiero un niño muerto más’. Es un cambio que uno tiene que ir produciendo de forma paulatina, con políticas de impacto y no tapando agujeros”, dice Dolores Montarce, coordinadora general del Ministerio de Desarrollo Social de Salta. Se refiere a la construcción de centros de rehabilitación nutricional, depósitos y pozos de agua, y a programas de distribución de alimentos, de educación alimentaria y de acompañamiento familiar. “Nosotros tenemos permanencia en el territorio, no es que vamos y volvemos”, agrega Montarce.
En Santa Victoria Este, con el programa Focalizados, cada mes y medio, reparten 5000 módulos alimentarios en comunidades originarias para niños menores de 7 años, personas con discapacidad, adultos mayores, mujeres embarazadas y familias en extrema vulnerabilidad. Además, les enseñan a las madres a cocinar en el territorio con lo que ellas tienen a mano. Montarce reconoce que desde que el gobierno nacional dejó de financiar el Programa UNIR (acompañamiento familiar) y el MORE (bolsones para niños con bajo peso) llegan a menos familias y niños en riesgo. “Los sostenemos desde la provincia, pero la verdad es que no tenemos la misma cantidad de acompañantes familiares que antes ni los mismos alimentos. Y creo que la Argentina somos todos, que acá también hay una Argentina que duele y el norte argentino, específicamente, está medio olvidado”, indica la funcionaria.
La época más crítica es de octubre a febrero porque empiezan las lluvias, la temperatura llega a superar los 40 grados, hay muchos chicos con resfríos y, por momentos, los agentes de salud y las ONG no pueden llegar a las comunidades. Además, los niños dejan de asistir a la escuela y bajan de peso. Natalia Paz, directora regional de Salta de la ONG Pata Pila, es la encargada de coordinar con las entidades estatales y el resto de las organizaciones sociales para que todas las familias estén atendidas. Su equipo, en la zona de Santa Victoria Este, está compuesto por 14 profesionales que brindan una atención integral. “Sabemos que hay situaciones de vulnerabilidad que no se van a solucionar en lo inmediato y tratamos de articular con las instituciones que están en territorio. Faltan profesionales y por eso intentamos ser soporte al hospital de la zona. Desde que nos dan aviso de un caso grave hasta que llega la ambulancia, tenemos una distancia enorme, y puede pasar mucho tiempo hasta que lleguemos por los caminos”, dice Paz.
Las condiciones de vida de las familias son un factor determinante en su salud. El saneamiento ambiental es escaso porque las casas son de adobe o de nylon y sin acceso a agua potable. Los pisos son de tierra y muchas veces no tienen camas. Por eso, la atención primaria de la salud es tan importante para prevenir lo peor. Edgardo Ariel Sosa, gerente general del Hospital de Santa Victoria Este, junto a los equipos de salud, se enfrentan a la desnutrición, a la tuberculosis, a la hepatitis A, al Chagas, a las enfermedades respiratorias y a las de la piel, producto de la parasitosis, ya que estas personas conviven con todo tipo de animales en condiciones de poca higiene y se contagian. “Tratamos de salir a terreno, hacer vigilancia. Es un trabajo de hormiga. Se hizo un Centro de Recuperación Nutricional y un Centro de Vacunación para que cuando la gente del monte viene a cobrar, además, reciba las vacunas. También se hicieron y se refaccionaron puestos sanitarios. En el recurso humano siempre estamos limitados pero, dentro de todo, vamos avanzando de a poco”, afirma Sosa. Gabriela Dorigato es subsecretaria de Medicina Social de la provincia de Salta y asegura que desde el Ministerio de Salud trabajan los 365 días del año en este territorio. Para poder atender los casos más graves de gastroenteritis y deshidratación, el hospital de Santa Victoria coordina de forma estratégica con las organizaciones sociales territoriales y el municipio. Tienen a toda la población materno infantil censada para hacerles los controles y poder derivarlos a tiempo al hospital. “La alimentación está asegurada por el Ministerio de Desarrollo Social. Además, tenemos estrategias alimentarias que implementamos de forma constante, como por ejemplo la asistencia de ATLU [Alimento Terapéutico Listo para Usar,] una pasta rica en nutrientes a base de maní, utilizada para tratar la desnutrición aguda en niños o el suplemento preventivo que utilizamos en niños de 6 meses a un año para aportar proteínas de alto valor biológico y micronutrientes”, señala.
—¿Qué comieron ayer? —Arroz.
—¿Qué le echaron al arroz? —Así nomás.
—¿Carne ha habido? —No, hace rato que no hay. Como no hay luz, no hay carne. —¿Willy toma leche? —Sí. Tres mamaderas por día.
—¿Ahora tienen leche para darle? —No.
—¿Cuándo se les acabó la leche? —Hace mucho.
—¿Solo tienen la leche que les traemos nosotros? —Sí.
Nazarena Estrade es la directora del Centro de Desarrollo Humano de Pata Pila en Santa Victoria Este y está presente durante el control nutricional a los niños de El Bordo. Es la que se encarga de darle su celular a una madre para que le avise si su hijo tiene fiebre y la que anota que es urgente avisar al hospital que un médico revise la herida de otro niño. “Esta es la zona de la Argentina que ni siquiera se reconoce como argentina. Y cuando no se reconoce como propio algo que lo es, quiere decir que básicamente no te importa. Y lo que no te importa, no lo gestionás ni hacés llegar los recursos. Esta parte del norte ni siquiera es reconocida como tal. Se la confunde muchas veces con el Chaco y es Salta. Y mucha gente elige el desconocimiento para ser un poquito más feliz. Si el conjunto de los argentinos supiera que este nivel de necesidad existe en el país, no se podrían ir a dormir tan tranquilos. Es una zona que está muy abandonada, es el paraíso de la desidia”, expresa Estrade. Habla rápido y dice que el contacto con las comunidades originarias le enseñó a tener una escucha más activa y mirar más lejos. Lleva meses en la zona, donde se encontró con personas que tienen demasiados frentes abiertos: indocumentación, situaciones de violencia, hacinamiento, desempleo, brechas culturales. “Cuando hablamos de desnutrición hay otros determinantes previos que no son solo por la alimentación. Tienen que ver con el acceso al agua potable, con lo monetario.
Esta es una zona en la que no hay demanda de empleo privado, existe una economía popular en la que los papás andan buscando para tener algún tipo de ingreso. Acá se cocina a leña con todas las consecuencias que eso tiene en los pulmones de las personas. Acá, cuando se te corta la luz, también se te corta el agua porque no funcionan las bombas, y muchas veces no es segura”, relata Estrade. La alimentación de las familias se reduce a productos secos como maíz, harina, arroz, fideos, papa y zapallo. El consumo de carne y pollo es esporádico, y se da solo después de las fechas de cobro de las asignaciones o planes sociales. “Cuando se tiene ingreso, se hace el almuerzo a media tarde. El desayuno, la merienda y la cena son solo mate. Hay otros riesgos como la falta de costumbre de hervir el agua o que los nenes se bañan en aguas acumuladas, que son nocivas para el cuerpo y les producen enfermedades”, agrega.
El Pilcomayo es fuente de vida y es, también, una amenaza. Mauricio Pérez se levanta todos los días en la comunidad San Luis —la más cercana a este afluente— y va a ver cómo está el río. Lo aprendió a hacer desde que era chiquito. A los 5 o 6 años, comenzó a acompañar a su papá a pescar sábalo, dorado y surubí. Hoy, tiene 52 años, vive con su mujer, sus ocho hijos y su nieto en una casa de adobe que él mismo levantó con la ayuda de otros vecinos, y que cada vez está quedando más cerca de este río hambriento. Todos los veranos el Pilcomayo agranda su cauce y la correntada se “come» las paredes que se van desmoronando.
“El miedo es que llegue hasta mi casa, tener que desarmar y trasladarnos para volver a armar. Cuesta mucho volver a hacer los ladrillos de adobe y cortar las maderas. Allá hay una familia que se ha trasladado hace como un año porque el agua ya se comió donde estaba su casita. Cada año pasa así y corre gente”, se resigna Pérez. Esta comunidad cuenta con escuela, salita sanitaria, luz eléctrica y un pozo de agua comunitario. Pérez se para en el borde del acantilado y cuenta que del otro lado está Bolivia. Hasta allá van él y otros pescadores a vender lo que sacan, después de separar lo que necesitan para vivir. “El río nos da alimento, eso es lo lindo que tiene. Allá, donde está la playa, se mete la gente caminando para pescar”, dice mientras señala una planicie larga sobre el costado derecho. “Yo le enseñé a mis hijos, a veces salgo con ellos temprano a la mañana, que es la mejor hora. En abril arranca la época de olada [suba del nivel del río] como le decimos nosotros, que llegan muchísimos pescados y se pillan a cualquier hora”, cuenta.
Todos saben que en el verano se vienen las crecidas del Pilcomayo y que hay que estar atentos. Algunas veces el río crece poco y otras crece demasiado. En 2018, hubo que evacuar a 10.000 personas. Después de ese hecho, muchas familias decidieron mudarse lejos del río. En marzo de este año el río volvió a desbordarse. Llovió durante siete días sin tregua y las comunidades lucharon con todas sus fuerzas para reforzar los anillos de contención que protegían las casas del agua. Cuando se dieron cuenta de que todo era inútil, más de 500 familias decidieron salir con lo puesto y se instalaron al costado de la ruta que va desde Santa Victoria Este a Misión La Paz, la misma que quedó cortada en cinco lugares y dejó aisladas a muchas comunidades. Se armaron dos centros de evacuación. Se activó el Comité de Emergencia, llegaron los bomberos y el Ejército, se movilizaron la provincia, el municipio y las ONG territoriales. “Si estas familias ya estaban en una situación de emergencia, la inundación solo los dejó más golpeados”, dice Paz. ¿Cómo se reconstruye desde la indigencia? Nadie lo sabe. Pasaron los meses y las comunidades siguen levantando de a poco sus casas y comprando los colchones que tuvieron que tirar. En este territorio, lo que no se termina, es el miedo a perderlo todo. (La Nación)
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