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Cazadas como animales en el noroeste argentino

El grito de las mujeres de la ruta 81

19 de junio

A 400 quilómetros de Salta capital, un grupo de mujeres indígenas denuncia lo que desde hace siglos es un secreto a voces en el Gran Chaco argentino: los criollos abusan sexualmente de niñas y adolescentes wichís mientras el Estado no investiga y los culpables siguen impunes.

La tarde del 15 de febrero de 2022, cuando Moni1 firmaba la carta, sabía que no lo hacía solo por ella. «Acá no se salva nadie, ni la hija del cacique», dice esta mujer wichí de 30 años, estatura pequeña y cabellera larga. Moni vive en la comunidad indígena Misión Kilómetro 2, emplazada frente a Pluma de Pato, un pueblo de apenas 200 habitantes del departamento salteño de Rivadavia.

Hace tres años, Moni y un grupo de mujeres firmaron una carta pública en la que denunciaban los abusos sexuales que sufrieron cuando eran adolescentes. «Por suerte yo no lo vi más, pero mi mamá se vivía topando con ellos porque vivían ahí enfrente», dice Moni, señalando la entrada de la comunidad, mientras pastorea sus siete cabras. En el horizonte, después de una lomada de arbustos, se ve la ruta 81. «Solo hay que cruzarla, son diez minutos a pie.»

Despojados de sus tierras, los wichís –uno de los 14 pueblos originarios de Salta– sobreviven a la sombra del pueblo criollo. De un lado de la carretera, cercados por enrejillados con restos de maderas, están sus ranchos de techos de chapa sostenidos por horcones de palo santo y paredes construidas con retazos de plástico y ramas. Del otro, las casas de cemento y bloques de las familias criollas; población que se define como blanca y descendiente de europeos.

Moni lleva sus cabras hacia el rancho de su familia. Son las siete de la tarde y el sol tiñe de dorado el terreno poblado de chanchos, gallos, gallinas, perros y más cabras. Apenas la ven llegar, sus hermanas salen a su encuentro. A un costado, su madre está concentrada dándole de comer a un grupo de loros que tiene en un balde negro. Son cinco muy pequeños que sin pelo parecen muñecos de hule. La escena hace reír a las mujeres de la familia, que la miran con complicidad mientras traen sillas para armar una ronda en un rincón del patio.

Durante más de una hora, sentada en el centro del círculo, Moni cuenta lo que ocurrió hace tres años en Pluma de Pato. Dice que ahora las mujeres que firmaron la carta no quieren hablar: «Se arrepienten de haberlo sacado a la luz, tienen miedo». En medio de la conversación, su sobrina más pequeña se sienta en su falda llorando porque uno de los loros le picó la mano. Moni le seca las lágrimas del rostro, la aprieta contra su pecho y susurra: «Yo quiero advertir y orientar a las que vienen atrás».

NEHUAYIÈ-NA’TUYIE THAKÁ NATSAS-THUTSAY-MANSES

El 16 de enero de 2022, Moni junto con otras mujeres de la comunidad Misión Kilómetro 2 cruzaron la ruta 81 y marcharon por las calles de Pluma de Pato. Iban en filas ensambladas unas con otras. En sus manos llevaban una pancarta amplia que pedía: «Justicia por Pamela». Habían perdido el miedo.

Un día antes, el cuerpo de Pamela Flores, una niña de 12 años de la comunidad, había aparecido tirado entre pastizales al costado de la carretera. Hacía días que Moni no dormía. «Ella venía a casa, la cuidábamos. Ahora cuando veo a una niña en la carretera enseguida pienso en ella.»

Cuarenta años atrás, en épocas de lluvias y crecidas, la ruta 81 era intransitable. Pasar de la tierra al asfalto fue el sueño del progreso para salteños y formoseños. Pero no para los wichís. Desde su pavimentación, sus miles de quilómetros son tierra de nadie: de trabajadores zafrales que en época de siembra y cosecha aprovechan su cercanía con pasos fronterizos, de camioneros que se orillan a su costado buscando niñas y adolescentes indígenas.

Las mujeres de la comunidad wichí estaban cansadas de ver desaparecer a sus hijas. El día de la marcha se reunieron y convocaron a Octorina Zamora, referente de las luchas de las indígenas de esta zona. En 2015, Octorina acompañó a la familia de Juana, otra wichí de 12 años cuyo cuerpo también apareció tirado, esta vez, en una cancha de fútbol en Santa Victoria Este, en el extremo noreste de la provincia de Salta.

Juana había salido a comprar pan con dos amigas cuando ocho hombres criollos las interceptaron y empezaron a perseguirlas. Sus amigas lograron escapar, pero a Juana la arrastraron hasta una cancha de fútbol. Allí la drogaron y la violaron varias veces. Su abuso conmocionó a la provincia: la niña tenía un retraso madurativo y, en ese momento, estaba embarazada de un abuso sexual anterior. Fue el primer caso de violación grupal a una niña wichí que llegó a juicio y en el que los agresores fueron procesados.

«Ellas estaban decididas, querían tomar acciones, pero necesitaban esa fortaleza que Octorina de alguna manera les brindaba», dice Tujuay Gea Zamora, hija de la lideresa indígena. Desde la muerte de su madre, en junio de 2022, Tujuay acompaña a las mujeres de la zona.

Octorina se puso al frente. Convocó a autoridades nacionales y provinciales para participar de la Primera Asamblea de Mujeres Indígenas de la ruta 81, organizada bajo la consigna «Nehuayiè-Na’tuyie thaká natsas-thutsay-manses» («Acompañemos a nuestras infancias y adolescencias»).

El 11 de febrero de 2022, un mes después del femicidio de Pamela, un helicóptero despeinaba a un grupo de mujeres que, desde temprano, esperaban en el patio de la escuela de Pluma de Pato. Llegaban a la zona la ministra de Desarrollo Social, el ministro de Justicia y Seguridad, el de Asuntos Indígenas, la delegada de la Secretaría de Derechos Humanos y la defensora de Niños, Niñas y Adolescentes de la Nación, el jefe de Policía y el representante en Salta del Instituto Nacional contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo.

Esa mañana, periodistas de medios nacionales –que rara vez llegan al chaco salteño– se agolpaban con sus cámaras para cubrir el encuentro. Pero esta vez los noticieros no retrataron a las wichís de cabeza gacha, descalzas por los caminos de tierra. «Nos habían hecho ver como animales, como seres inferiores, como gente que hay que estar constantemente asistiendo y que no somos dignos de respeto. Que lo mejor que nos puede pasar es ser parte de la servidumbre, que incluye la servidumbre sexual», dice Tujuay.

HÄTÄY, EL DEMONIO BLANCO

Durante la asamblea, las mujeres denunciaron el abandono de las instituciones públicas y plantearon la necesidad de crear un comité de emergencia para abordar las situaciones de violencia contra niños, niñas, adolescentes y mujeres indígenas.

Pero no solo fue un encuentro institucional. La asamblea generó un espacio de confianza entre las mujeres que las arrancó del silencio. Un silencio con raíces tan profundas como los abusos. Tres días después, Moni y una veintena de mujeres firmaban una carta dirigida al ministro de Seguridad y Justicia de Salta de ese momento, Abel Cornejo, en la que denunciaban juntas, por primera vez, el crimen que desde hace siglos determina el futuro de las y los wichís.

«Las mujeres que suscribimos esta nota hemos sido madres de niños que han nacido fruto de relaciones con hombres «criollos» como se los llama comúnmente por esta zona, hombres que no pertenecen a nuestra comunidad.

La mayoría son hijos de personas que caminan impunemente por las calles del pueblo. Son hijos de los primeros trabajadores de la ruta que vinieron de otras provincias, son hijos de los almaceneros, de los carniceros, de policías, de gendarmes, de maestros, enfermeros y de todos los que en su momento quisieron «satisfacer» con nuestros cuerpos sus deseos sexuales.

Hace muchos años, cuando los wichís vivían en el monte, los brazos de los cauces de los ríos Bermejo y Pilcomayo eran su escudo de protección. Al abrigo de sus riberas, las mujeres recolectaban plantas y frutos silvestres. Tejían con la fibra de la hoja de chaguar –una planta típica de la región– mientras los hombres cazaban y pescaban. Pero desde la conquista del Gran Chaco, desde las luchas invasoras para fundar el Estado-nación argentino, los criollos han avanzado sobre sus territorios y sobre los cuerpos de sus mujeres.

Los hombres de los que habla la carta viven en Pluma de Pato o alguna vez estuvieron allí. En el norte salteño, «salir a chinear» o «a gatear» –violar en grupo, o individualmente, a niñas y adolescentes indígenas– es una salvaje herencia que los criollos transmiten a sus hijos desde la colonización. «Mi madre me decía: “Vos ves a más de dos changos criollos y corrés”», recuerda Tujuay.

Los criollos –hätäy, «demonios blancos» en wichí– sienten que las niñas y las adolescentes, como todo lo que los rodea, les pertenece. Las wichís cuentan cómo las esperan a la salida de la escuela, las persiguen por los senderos, las engañan para ganarse su confianza, les ofrecen alcohol. Les dicen «no corrás», «no tengas miedo», «no seas arisca». También las cazan como animales, se las llevan por la fuerza, en moto o en camioneta, a zonas remotas del pueblo o a parajes más agrestes.

Pero no son crímenes desconocidos. «En los pueblos todo el mundo lo sabe», dice Tujuay. En rondas de amigos o entre familiares, los criollos comentan en broma: «La María está preñada. ¡Es tuyo! Yo te vi correteándola en el monte».

El círculo de la impunidad se cierra con la complicidad de quienes deberían investigar. En plena pandemia, dos policías fueron denunciados en Pluma de Pato por abusar de una niña wichí dentro de un patrullero. El caso llegó a la opinión pública porque un hombre de la comunidad los filmó con su celular. Sin embargo, ninguno de los agentes fue procesado. Como castigo los removieron de sus cargos.

La denuncia colectiva de las mujeres de la ruta 81 no fue solo un reclamo de justicia para ellas –la mayoría fue abusada cuando tenía entre 13 y 14 años–, también fue un pedido de reparación para los niños y las niñas que nacieron producto de esos abusos sexuales.

«Nuestros niños sienten que no pertenecen a ningún lado, ya que se sienten wichí, pero se ven como criollos, por eso son víctimas de burlas crueles por parte de otros niños. Mi hijo me pregunta: ¿por qué somos distintos?»

EL ETNOCIDIO WICHÍ

En el agreste Chaco salteño, los hijos de las wichís están condenados a la miseria. Sin alimentos que cazar o pescar y con aguas contaminadas, mueren por hambre y deshidratación. En 2020, la muerte por desnutrición de seis niños en una sola semana obligó al gobierno provincial a decretar la emergencia sociosanitaria en la zona. Cinco años después, nada cambió.

En tierras de costra seca y calor agobiante, las infancias mueren por cuadros de vómitos y diarreas que en las grandes ciudades se curan con medicamentos o con la llegada a tiempo de una ambulancia. «Los caminos están horribles y el colectivo para ir al hospital pasa tres veces al día y los pasajes están caros, la gente no tiene dinero», cuenta Lola, una joven wichí de 28 años, sentada en el patio de su casa, donde el piso huele a aserrín de palo santo. A unos metros, su hermano sostiene una tabla mientras su padre la corta en trozos con una sierra. Son de los pocos carpinteros que aún resisten en Misión Chaqueña, otra de las comunidades indígenas cercanas a la ruta 81.

Cada año, la ganadería extensiva y el cultivo de soja devoran los últimos árboles ancestrales del pueblo wichí. En los últimos 30 años, más de 150 mil hectáreas de bosque fueron arrasadas.

En la mesa de la carpintería hay apilados en grupos tenedores, cuchillos, cucharas y atrapasueños de palo santo que la familia prepara para salir a vender. Lola es la única que no se dedica a las artesanías: «Yo estudié para agente sanitario, pero el cacique no me avala, por eso por el momento soy facilitadora bilingüe».

Unas horas más tarde, en la única sala sanitaria de Misión Chaqueña, donde una vez al mes –con suerte– atiende la obstetra, Lola traduce a ritmo pausado la indicación que la especialista le da a una mujer. Aunque la mayoría de las wichís habla español, la presencia de intérpretes ayuda a que no lo vivan de manera traumática. «Muchas no vienen porque tienen miedo. Si entendieran nuestra cultura, nuestras medicinas, eso no sucedería.»

Le pregunto a Lola si sabe lo que pasó en Pluma de Pato. Me dice que sí: «Yo estoy acompañando a dos niñas que fueron abusadas y tienen hijos de un mismo cortador de varillas». Lola cuenta que en estos años ha escuchado a niñas y adolescentes abusadas decir que no querían esos embarazos. «Pero son las madres las que les dicen que hacer un aborto es un pecado. Las Iglesias nos meten esas ideas.»

Desde principios del siglo XX, la cosmovisión wichí ha sido atravesada por la moralidad cristiana impuesta por misioneros anglicanos y evangélicos que llegaron al territorio con sus prédicas. Y ha sido a tal punto que cuando se les pregunta a las mujeres wichís por sus cantos ancestrales, no los recuerdan.

Las creencias de estas Iglesias no solo han contribuido a la pérdida de la ancestralidad, también se han mezclado con otras ideas sobre supuestas costumbres culturales que mutilan el futuro de las infancias indígenas. Una de las más extendidas es que la iniciación sexual a temprana edad es una tradición wichí que hay que aceptar.

Como facilitadora bilingüe, Lola ha escuchado a obstetras y ginecólogas romantizar la maternidad de niñas indígenas. «Es su cultura y hay que respetarla», te dicen. Sin embargo, lideresas indígenas como Octorina Zamora, estudiosas de la ancestralidad wichí, han insistido en que ni la iniciación sexual ni los embarazos a temprana edad forman parte de una pauta cultural de su comunidad.

En distintas entrevistas, Octorina repetía que considerar que su pueblo acepta la violación o el abuso de menores es «una aberración». «Yo lo que veo es que los niños criollos y blancos tienen un derecho, y los niños indígenas no. ¿Los derechos internacionales no les tocan a los indígenas?»

INFANCIAS Y ADOLESCENCIAS ROTAS

En idioma wichí, violación se traduce al español como «la rompieron». El cuerpo estrecho de una niña no está preparado para gestar ni para parir. Corre riesgo de tener hipertensión arterial e infecciones sistémicas. De atravesar una depresión. Un parto prematuro. De traer al mundo un bebé de bajo peso que tardará más tiempo en pararse, hablar o aprender

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En diciembre de 2024, el Ministerio de Salud de la Provincia de Salta junto con Unicef presentaron la hoja de ruta Atención integral en salud de adolescentes gestantes menores de 15 años. María Gabriela Dorigato, subsecretaria de Medicina Social, y Patricia Leal, responsable de Materno e Infancia, explican por teléfono desde su despacho en Salta capital que, ante la detección de un embarazo por abuso sexual, el protocolo establece la activación inmediata de un equipo interdisciplinario. «Se acompaña desde el primer momento a cada adolescente, se la asesora en cuanto a sus derechos y se le hace un acompañamiento tanto médico como psicológico.»

Sin embargo, distintos agentes sanitarios consultados –encargados de brindar atención médica dentro de las comunidades– aseguran estar desbordados y que la hoja de ruta es un cúmulo de buenas intenciones que no refleja lo que realmente pasa en los territorios. «Acá teníamos un agente sanitario wichí que había nacido en la comunidad, pero desde que murió, hace un año, no tenemos. Ahora viene uno de Carboncito, que no es fijo, sino que va rotando», cuenta Lola.

En el área sanitaria de la ruta 81, los embarazos producto de abusos sexuales son considerados una problemática de salud pública. La zona registra el mayor porcentaje de nacidos vivos entre esta población en toda la provincia. Aunque Dorigato y Leal señalan que no hay datos desagregados por pueblos originarios. Mediante un pedido de acceso a la información pública tampoco hubo respuesta sobre la cantidad de agentes sanitarios, obstetras, ginecólogas, psicólogos y trabajadores sociales destinados para la integración de los equipos multidisciplinares.

La hoja de ruta fue presentada por las autoridades sanitarias como una guía intercultural. El documento establece que los profesionales deben informar en lengua materna el derecho de acceso a la interrupción voluntaria (IVE) y legal (ILE).

Según un monitoreo sociocultural y lingüístico de la organización Católicas por el Derecho a Decidir, el 95 por ciento de las mujeres indígenas afirma que los equipos de salud sexual y reproductiva no hablan la lengua de su pueblo. El 78,8 por ciento, que no se le brindó información sobre los pasos para acceder a la interrupción del embarazo. Y un 84,1, que no se le realizó el procedimiento dentro del plazo legal establecido.

En Salta, las dificultades en el acceso al aborto encuentran otra barrera en la influencia que ejercen los grupos antiderechos: Iglesias, fundaciones, pero también políticos, jueces, fiscales, abogados, policías, médicos. Incluso ciudades. En 2020, Orán –una de las localidades neurálgicas del Chaco salteño– se declaró «provida».

Janet Meoniz, licenciada en Obstetricia, cuenta que en el hospital de la ciudad de Tartagal –otra de las localidades importantes del norte de Salta– la presión de los grupos antiderechos recrudece los lunes, de 9 a 13 horas, cuando funciona el consultorio IVE-ILE. «Es como una organización paralela que va rotando. Son evangélicos, católicos, hasta trabajadores del propio hospital. Siempre hay alguien diciendo que no hay médica y que las interrupciones no se hacen más», relata Janet.

El hospital de Tartagal es el único consultorio de IVE-ILE que atiende todo el año y garantiza todas las causales. Por estos meses, la médica residente Araceli Gorgal está sola en el consultorio. Su compañera está con licencia maternal y el puesto no se repone. Hasta el año pasado, en el despacho se realizaban 100 interrupciones de embarazo por mes. Pero desde que asumió el presidente Javier Milei solo tienen diez cajas de misoprostol. «Ahora hay que elegir a quién», dice Araceli.

La joven médica explica que, frente a la escasez, el criterio es atender primero a adolescentes, mujeres de comunidades indígenas y multíparas (con más de un parto). Le consulto cuán común es que reciban a niñas o adolescentes wichís embarazadas. Araceli, que trabaja hace cuatro años en el consultorio, piensa unos minutos y responde: «Como mucho habrán sido diez». Y ¿por abusos sexuales?: «No he tenido, pero eso no quiere decir que no sucedan».

Araceli es de Buenos Aires. Ha militado en distintos espacios feministas y participó en la conformación de la RUDA (Red Universitaria por el Derecho al Aborto). Sin embargo, cree que en estos años ha tenido que desarmar muchos preconceptos que traía como feminista «porteña» y «blanca»: «Desde que estoy acá solo tengo más preguntas, y reflexiono constantemente sobre lo que hacemos y cómo lo hacemos».

RECUPERAR A LAS MUJERES ESTRELLAS

A más de 140 quilómetros de Tartagal, lideresas wichís recorren La Cortada, otra de las comunidades emplazadas al margen de la ruta 81, invitando a participar del taller que comenzará en una hora en un centro comunitario que les presta el salón.

Es mediodía y el espacio está aún vacío. Aunque poco a poco las mujeres se irán acercando. El espíritu del encuentro es recuperar el protagonismo que las mujeres indígenas –las «mujeres estrellas», según la cosmovisión wichí– tenían dentro de los territorios. Antes de la colonización, eran ellas las que transmitían los saberes ancestrales vitales para la supervivencia y el desarrollo del pueblo indígena.

Nancy López, una de las pocas caciques wichís de la zona, charla con las mujeres sobre los saberes de la vida en el monte que se han ido perdiendo. «Nosotras también tenemos hierbas medicinales para el aborto. Y yuyos para que la mujer no pueda tener hijos.» La diferencia, según la lideresa indígena, es que para compartir ese conocimiento es necesario transmitirlo en su lengua. «No venimos y decimos vamos a hablar sobre qué es el aborto, la ILE, y que hay un derecho a decidir. Si lo decimos con esas palabras, vamos a fracasar», explica Nancy.

En el encuentro también participa Laurentina Nicacio, una joven lideresa de 30 años referente de la comunidad El Quebrachal, ubicada en la localidad de Ballivián. Laurentina habla sobre su experiencia con la fundación JUALA (Juntas Unidas Ante la Adversidad), con la que formaron un equipo de fútbol en el que adolescentes de la comunidad se reúnen, juegan y charlan. «Muchas de las jugadoras comenzaron a contar los abusos dudando si eran sueños. Incluso algunas tenían ideas suicidas. Por eso valoramos mucho lo que son los sentipensares [la unión de la razón y el sentimiento]. La intención con el deporte es levantar la autoestima.»

Desde hace años, Laurentina recorre los territorios acompañando a niñas y a mujeres a denunciar los abusos sexuales. La han amenazado y golpeado: «Una vez me pararon y me llevaron en una camioneta, y me dijeron: “Te callás o te desaparecemos”». Pero no dejó de hablar. «Creo que hoy es más efectiva la denuncia pública, y el acompañamiento de las personas, antes que la Justicia».

Desde entonces Laurentina no espera. Aprendió que los caminos de salida se abren desde la comunidad. Hoy preside la comisión de fomento de la escuela primaria de Ballivián. «Nos han hecho creer que no hay otra visión de futuro. Como si no tuviéramos otro proyecto de vida. Por eso la única forma de que esto sea real es que los chicos y las chicas estudien.»

BLINDAR EL FUTURO A CAMBIO DE JUSTICIA

Hace tres años, la denuncia colectiva de las mujeres de la ruta 81 implosionó en Pluma de Pato. «Fue algo histórico e innovador que llegáramos a la comunidad», cuentan Evangelina Sandoval y Paola Vargas, psicóloga y trabajadora social respectivamente, integrantes del equipo de la defensoría pública de Tartagal, quienes después de la asamblea, en mesas improvisadas en la escuela del pueblo, asesoraron durante meses a las mujeres wichís sobre las distintas vías judiciales que se abrían para sus casos.

Es imposible saber qué habría pasado con sus causas si no hubiera existido la denuncia pública. Lo que sí es seguro es que, hasta hoy, las pocas mujeres indígenas que se animan a denunciar se chocan con el muro levantado por el sistema criollo de justicia, esperando en las gélidas salas de los destacamentos policiales que algún agente se digne a atenderlas.

En respuesta a pedidos de acceso a información pública, el Poder Judicial y el Ministerio Público de Salta informaron que no cuentan con cifras sobre la cantidad de niñas y adolescentes wichís abusadas sexualmente. Lo que se sabe es que la mayoría de los casos no llegan a denunciarse o quedan archivados sin avance judicial. Incluso cuando hay embarazos producto de una violación, las causas no se judicializan. «Desde el caso Juana ningún otro se elevó a juicio», confirma Martín Yañez, antropólogo y perito del Ministerio Público.

Acostumbrados a la impunidad, la denuncia colectiva de Pluma de Pato expuso a los criollos. Muchos de ellos reconocidos hombres del pueblo que, desesperados, buscaron ocultar a cualquier precio la «deshonra». Según recuerdan Sandoval y Vargas, en las audiencias las mujeres contaron que, antes de la llegada del equipo de la defensoría, los criollos comenzaron a «tergiversar la información y a meterles miedo».

Durante los días en los que, acompañadas por Octorina, tuvieron que hurgar en la memoria lo que por años habían querido olvidar, las mujeres wichís recibieron amenazas y extorsiones. «Los hombres te decían: “Denunciame, que no va a quedar otra que matarte”», cuenta una de las mujeres que firmó la carta. «También nos ofrecían cajas de leche, paquetes de azúcar, arroz, dinero.»

Bajo presión y con el miedo en el cuerpo, la mayoría de las firmantes de la denuncia pública prefirieron no acusar a sus abusadores, desterrando para siempre la única posibilidad de justicia que habían tenido. Solo cuatro mujeres denunciaron penalmente el abuso sexual, mientras que 15 exigieron la filiación paterna: asumiendo un consentimiento que no existió para blindar el futuro de sus hijos e hijas.

«Es como un apagón, se te cae todo abajo», dice Claudia, una de las cuatro mujeres que se animaron a denunciar a su abusador. También es una de las pocas que sigue buscando justicia. «Como no hay respuestas, muchas dicen “no sigo más, no confío en nadie más”.»

Pasaron tres años. Ya no están los focos de la prensa, ni las autoridades nacionales y provinciales que prometieron cuidar las infancias y adolescencias. Las mujeres se sienten solas. Las amenazas de los criollos siguen. También, el desprecio de algunas mujeres y hombres de la comunidad que no les perdonan haber hablado. «Nos dicen alcahuetas. Se burlan de nosotras porque dicen que no logramos nada.»

En este tiempo, de los 15 reclamos por filiación, ocho hombres reconocieron ser progenitores. Sin embargo, solo dos firmaron un acuerdo por alimentación: un maestro y el capataz de una finca. El último reconoció la filiación de varios hijos con mujeres distintas. Fuentes judiciales informaron que el hombre exigía a las mujeres tener relaciones sexuales para ingresar a trabajar en el campo.

En el caso de las cuatro mujeres que se animaron a denunciar penalmente a sus abusadores, hasta hoy, ningún hombre ha sido procesado. En marzo de este año, luego de múltiples consultas a la fiscal del caso, Lorena Martínez, la representante del Ministerio Público respondió con un breve resumen de las actuaciones.

Según el documento, los casos aún no se han elevado a juicio. Previo al pedido de información, las últimas actuaciones datan de junio-agosto de 2023. Los casos recién se reactivaron en marzo de este año con pedidos de muestras de ADN a dos de los acusados, audiencias de imputación y la búsqueda de un prófugo.

El 16 de abril de 2025, la fiscal Martínez se trasladó a Misión Kilómetro 2 para reunirse con las cuatro denunciantes. La última vez había sido en 2022. En estos años, las mujeres han presentado distintos escritos en los que piden conocer el estado del proceso judicial, que se les notifique con tiempo las audiencias para organizar los traslados y preparar las defensas, y que, como se había acordado, las citaciones no sean entregadas por los agentes policiales de Pluma de Pato, muchos de ellos acusados de violentar y revictimizar a las mujeres. «Yo aún tengo esperanza. Todas tenemos derecho», dice Claudia, luego del encuentro con la fiscal.

Lo que vivieron las mujeres de la ruta 81 no es una historia en pasado. Las niñas y adolescentes wichís siguen desapareciendo o apareciendo tiradas a la orilla de la carretera, en el monte y por los senderos.

Y mientras la justicia no llega, la fuerza, para Claudia, surge del encuentro con otras mujeres. De construir comunidad. De mirar al futuro juntas. «Quizás pensar en otras vidas es lo que te queda.»

1 Algunos nombres y parte de las historias de vida han sido modificados para proteger la identidad. Las mujeres que firmaron la denuncia, como algunas referentes wichís de la zona, tienen miedo. En la ruta 81 los criollos que cometen abusos sexuales siguen amenazando a toda persona que presente o acompañe una denuncia. ↩︎
(Este reportaje fue realizado con el apoyo de la International Women’s Media Foundation como parte de su iniciativa de Derechos Reproductivos, Salud y Justicia en las Américas.) (www.brecha.com.uy)

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