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Argentina, 1983: democracia, capitalismo y resignación en debate

En 1983, la democracia capitalista argentina vino al mundo como hija de una derrota. “Derrota de la voluntad moral de transformar revolucionariamente la sociedad argentina”, como sentenciaba Alejandro Horowicz en Los cuatro peronismos. Derrota de la enorme insurgencia obrera y popular que había recorrido la tensa década del 70’.

5 de diciembre de 2022

En su relato fundacional, el nuevo régimen político debía arreglar cuentas con ese pasado inmediato que era, a la vez, una suerte de condensación del siglo XX. El prólogo del Nunca Más funcionó como un intento de reescribir la historia nacional desde una democracia aséptica que podía eliminar las tensiones de clases y la consecuente -y lógica- violencia política que las acompaña. Ese discurso ideológico no implicaba solo al régimen genocida caído. Debía reconstruir y re-relatar la historia para borrar de la misma a las masas movilizadas de manera revolucionaria; para convertir al Cordobazo y la huelga general de 1975 en parte de una “locura” que la sociedad argentina nunca debió protagonizar [1].

Derrota de los oprimidos y explotados, esa democracia era hija, también, del triunfo de los opresores. Una clase dominante victoriosa que, como bien señala Ricardo Aronskind, nunca “se “autocriticó” por haber promovido, apoyado y usufructuado a la dictadura”. Esto supuso tender un manto de impunidad sobre muchos de los actores del terror genocida; condenar a las cúpulas militares para dejar impunes a empresarios, obispos, dirigentes sindicales burocráticos, dirigentes políticos cómplices y a la enorme mayoría del aparato militar que ejecutó el terrorismo de Estado; una transacción que podría graficarse como ‘Ustedes (los militares) son responsables de todo; nosotros (los civiles) siempre fuimos democráticos’ [2].

Sobre aquella democracia de la derrota, los años de Alfonsín empezaron a edificar una democracia de la decepción. Un régimen de crisis y desilusión permanente que, demasiado pronto, iba a demostrar que no garantizaba comer, educarse o acceder a una salud de calidad.

El fallido consenso alfonsinista

El 7 de junio de 1984, en Casa Rosada, 16 partidos dieron su firma a la llamada Acta de Coincidencias, ofrendada a la historia y la política como una suerte de pacto político, atado al “compromiso básico de defender el sistema político democrático republicano y federal que señala la Constitución Nacional”. Un breve discurso de Alfonsín sirvió para señalar que “en nuestra historia los desencuentros entre las fuerzas políticas han ocasionado distorsiones que a la postre han conspirado contra nuestro desarrollo en el campo económico, social, político, intelectual, artístico. Creo que hoy inauguramos un nuevo estilo político en el país”.

Aquel acuerdo se sostenía, esencialmente, en el pacto celebrado entre Alfonsín e Isabel Perón, formal titular del PJ. Apostaba a garantizar estabilidad política a un gobierno azotado por la crisis económica, la inflación, el endeudamiento externo y las tensiones con Chile por el Canal de Beagle. Era, al mismo tiempo, un intento de sortear la creciente presión corporativa que emergía, en primer lugar, de las FF.AA., pero también de sectores empresariales y de la CGT, que canalizaba el creciente malestar obrero.

El Acta se convirtió, muy pronto, en recuerdo del pasado; en formulación de intenciones carente de correlato en la realidad. Apenas una semana más tarde, la CGT anunciaba un plan de lucha en preparación. Alfonsín se decidió por la impotencia y las concesiones. Cedió ante la presión e inició un camino que culminaría, tres años más tarde, con la integración de parte sustancial de la burocracia sindical a su gestión. El objetivo; conquistar la necesaria “pata social” que debía sustentar el ajuste del Plan Austral.

Las políticas de consenso se hundían en las arenas movedizas de la economía. Arrastrando las tensiones irresueltas que dejaba la Dictadura genocida, el régimen político era incapaz de ofrecer un ámbito de acuerdos o pactos duraderos. Reseñando aquel período, Juan Carlos Portantiero escribía que “el compromiso de clases no puede pactarse -como lo fue en la década del veinte o en el cuarenta- desde acuerdos distributivos sobre lo ya acumulado sino sobre un nuevo tipo de acumulación” [3].

Arribando al poder pocos años más tarde, el menemismo ofrecería su propio rediseño del modelo de acumulación capitalista. Acompañando la oleada neoliberal, aquel peronismo -del que formaron parte muchos y muchas integrantes del actual elenco gobernante- empujaría al país aún más al fondo en el terreno del atraso económico, la dependencia y el endeudamiento.

Desilusiones y desengaños

Esa democracia de la decepción y la resignación fue la que defendió Cristina Kirchner, hace dos semanas, en La Plata. “Es cierto que con la democracia no se pudo ni comer, ni curar, ni educar, pero sí se puede vivir. Porque para educarse, para comer o para trabajar, primero hay que estar vivo, compatriotas”, afirmó ante un estadio colmado. En ese marco pidió el retorno a un “acuerdo democrático tácito” que implique no poner la vida en peligro “por opinar, por militar, por pensar diferente”.

Pero el régimen de la democracia capitalista también quebrantó ese pacto. Darío Santillán, Maximiliano Kosteki, Carlos Fuentealba, Mariano Ferreyra, Santiago Maldonado, Rafael Nahuel o las decenas de asesinados por la represión en diciembre de 2001 grafican ese incumplimiento. ¿Cómo ingresan, en ese acuerdo tácito que propone CFK, los miles y miles de asesinados por las fuerzas represivas en todo el país desde 1983? ¿Cómo los innumerables casos de gatillo fácil o muertes en comisarías? La democracia de la derrota y la decepción no solo hambreó a las masas populares. También les tiró a matar.

En Argentina y en todo el mundo, la derecha reaccionaria construye discurso ideológico sobre esas desilusiones y fracasos. Al decir que "ningún argentino puede garantizar que la democracia le cambió la vida", esa incontinencia verbal caminante llamada Luis Juez, exige menos derechos y libertades. No habla en interés de las mayorías populares que sufren las afrentas de la propia democracia capitalista. Lo hace en interés del gran empresariado, la casta judicial y los muchos otros poderes que escriben la agenda política de la oposición cambiemita. De esos grandes poderes fácticos que, a diario, ejercen su voluntad apelando a golpes de mercado, operaciones políticas y fallos judiciales.

De pactos y acuerdos

Toda analogía histórica es, por definición, arbitraria y precaria. Sin embargo, el ciclo político y económico en curso tiene cierto “aroma a los 80”. En una suerte de bucle interminable, la democracia capitalista argentina vuelve a ofrecerle a las masas populares crisis de la deuda; inflación constante y crisis social ascendente; repitiendo libreto, propone pactos y consensos.

Resistiendo la ofensiva judicial y mediática, el kirchnerismo propone un “acuerdo democrático”. Añade, en la lista de eventuales continuidades, “la construcción de un consenso económico”, que no obliga a opinar a igual, pero sí a abordar “los graves problemas que tiene la Argentina”. Quienes deberían oficiar de interlocutores responden escalando la ofensiva. El Partido Judicial ejecuta una militancia incesante. Todo indica que este martes, en la llamada Causa Vialidad, habrá una sentencia condenatoria contra Cristina Kirchner. El juicio, plagado de irregularidades y arbitrariedades, evidenció un carácter claramente proscriptivo. Sin embargo, al defenderse, la misma vicepresidenta confirmó el carácter estructural de la corrupción que también asoló a sus gobiernos.

Los acuerdos económicos que propone el kirchnerismo no escapan al esquema económico que impera en la política nacional. Se trata de consensos dentro del círculo de hierro que impone el acuerdo con el FMI. Avalando las políticas que despliega el ministro Massa, en La Plata Cristina Kirchner pidió “explicar” el ajuste; adornarlo con argumentos para hacerlo digerible ante los millones que lo sufren [4]. No existe, sin embargo, presentación amable de una política destinada a precarizar aún más la vida. Ese consenso, con matices a derecha, es compartido por Juntos por el Cambio y la derecha mal llamada libertaria.

La decadencia de la democracia capitalista

El mamarracho político que protagonizaron este jueves el Frente de Todos y Juntos por el Cambio funciona como síntesis de la crisis del régimen democrático capitalista local. Cómo índice, también, de la creciente separación entre la partidocracia burguesa y los intereses de las mayorías trabajadoras. El griterío payasesco que inundó el recinto de la Cámara de Diputados mostró una feroz disputa por cargos dentro del Consejo de la Magistratura.

La crisis de la democracia capitalista reviste carácter internacional. La emergencia, en la última década, de los populismos de derecha, posfascismos o cómo quiera llamárseles, expresa un creciente desencanto con los mecanismos de un régimen que -hablando en nombre de la soberanía popular- empuja a millones a la degradación de sus condiciones de vida. Ese malestar también toma las calles, en los múltiples procesos de lucha que recorren el mundo, incluidas varias huelgas generales.

En Argentina, es la derecha rabiosa de Milei la que intenta exprimir ese malestar. Su aparente “incorrección política” deviene de una estrategia destinada a canalizar el descontento contra un sistema político y de partidos que aparece ajeno a las urgencias de las mayorías populares. En nombre de una falsa lucha contra “la política”, los (mal) llamados libertarios cuestionan a la democracia capitalista por lo que consideran controles “excesivos” sobre la libertad del empresariado. Su furia contra la casta es, además de demagogia, el rechazo a cualquier mecánica que trabe el “sagrado” derecho capitalista a despedir, precarizar o reducir salarios.

Democracia y capitalismo

Desde mediados del siglo XIX, en progresivo ascenso, la democracia apareció como el régimen más lógico para acompañar el desarrollo del capitalismo. El parlamento desplegó su capacidad para dar voz a las distintas fracciones de la burguesía al tiempo que, conteniendo el malestar obrero, habilitó la representación popular de franjas -cada vez más extensas- de las masas.

Su límite fue y seguirá siendo el terreno de la propiedad privada capitalista. La democracia funciona como régimen político dentro de un tipo de Estado. En una sociedad edificada sobre intereses antagónicos de clase, el poder estatal es siempre el poder de la clase dominante. La prueba más gráfica de ese carácter social reside en el casi absoluto despotismo que reina al interior de cada empresa o fábrica. Allí las normas democráticas se esfuman ante el poder gerencial. O solo pueden ser impuestas por la lucha de clases más decidida.

La historia de los siglos XIX y XX dio nacimiento a otra forma de democracia, infinitamente superior a la ofrecida bajo el capitalismo. Una democracia desplegada desde la movilización revolucionaria de la clase trabajadora y las masas pobres, que encontró enormes ejemplos en la Comuna de París (1871) y en los Soviets de los años iniciales de la Revolución rusa (1917). Avanzando por encima de la propiedad privada burguesa, la Revolución dirigida por el Partido Bolchevique puso en escena una democracia que extendía el poder decisorio de las masas a todos los rincones de la sociedad. Que las habilitaba a decidir, por ejemplo, los destinos de los recursos económicos de un país.

Pero aquella experiencia de democracia socialista no logró convertirse en el prólogo a una sociedad socialista a escala internacional. La derrota de la revolución europea en los años siguientes y la consecuente burocratización de la URSS impidieron ese posible camino. Balancear ese resultado excede -por mucho- el espacio de esta nota [5].

Poner en debate la democracia capitalista es mucho más que resignarse a aceptarla como umbral último de la participación de las masas en la vida política de una sociedad. Implica, por sobre todo, problematizar su carácter de clase como parte de la pelea estratégica por superar la constante decadencia a la que empuja un sistema guiado por el lucro privado de unos pocos. (LID) Por Eduardo Castilla

[1] Posiblemente una de las versiones más extremas de ese discurso fue la que impulsó Oscar del Barco en aquel debate que fue conocido bajo el nombre de No Matarás.

[2] Las dictaduras argentinas. Alejandro Horowicz. Pág. 422.

[3] La concertación que no fue: de la ley Mucci al plan Austral. Juan Carlos Portantiero. En Ensayos sobre la transición democrática en la Argentina. Pág. 287.

[4] “Es simplemente ayudar a que las cosas se hagan mejor, que de eso se trata. Y se pueden, se pueden hacer mejor. Y también de explicarle a nuestro pueblo, a la sociedad, que muchas veces se han tenido que tomar decisiones por el condicionamiento brutal con el que se recibió un gobierno después del retorno del Fondo Monetario a la República Argentina. Pero hay que explicar. No podemos decirle: está todo fantástico, está todo bien.”

[5] Para aportar a esa importantísima reflexión, se recomienda la charla entre Enzo Traverso y Fernando Rosso en la presentación del libro Revolución, una historia intelectual, publicado recientemente en castellano. Se puede ver en https://youtu.be/ebVdWveHTKE

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