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Muchos derechos, demasiados: L-Gante, el FMI y la triple vara

Capítulo 1: la tabla de quesos del pobre

Una tabla de quesos, una play station, agua mineral. La noticia, falsa de toda falsedad, circuló con la velocidad de la luz del odio hacia los pobres. L-Gante pidió una tabla de quesos, nos decían, nos alertaban, nos alarmaban. La misma noticia que en cualquier otra ocasión (o con cualquier otro protagonista) hubiera sido presentada como “los excéntricos gustos de Fulano” o “los peculiares designios de Mengana”, casi con simpatía, acá fue presentada como los delirios de un pobre con con aspiraciones desmedidas. Un pobre que quiere una tabla de quesos. Horror.

13 de octubre de 2021

En cualquier otra ocasión esas noticias vendían por sí solas una revista. “Tal líder de tal banda pidió 147 pétalos de rosas violetas, 6 unicornios sin sus cuernos, 4 autos Di Tella fabricados en Alemania, 18 litros de agua mineral destilada del Tibet”. Y todos admirados, todas admiradas. Tal líder de tal banda se lo merecía. Ni qué decir con los cumpleaños de los dueños de todo. Se me viene a la cabeza el de Alejandro Roemmers, con guion de Julio Verne y dirección de Steven Spielberg: decenas de invitados en Marruecos, hoteles indecibles todos ocupados, viajes en globo, cantantes famosos, comidas inexplicables, vinos innombrables. Todos fascinados, todas fascinadas. Alejandro se lo merece, con su sonrisa de ganador, su prolijo pelo blanco, su apellido diferente al resto, su “mérito”. Pero en este caso la noticia de las demandas de L-Gante, a la sazón una fake news, genera escozor. ¿Qué pasó en el medio? El tal líder de tal banda que pidió una modesta tabla de quesos (que en realidad no había pedido) es o fue pobre. Y ser pobre está mal. Y ser pobre exitoso, sospechoso.

Capítulo 2: encima viajan

Una política del gobierno de la Provincia de Buenos Aires de pagar 30 mil pesos a chicos egresados para que puedan viajar a destinos turísticos en ese distrito generó, nuevamente, alarma, indignación, zozobra entre los dueños de las cosas, sus ideólogos y difusores, y sus copycat de sectores medios. Los oradores de Cambiemos, oficiales o blue, se sumaron al coro de enfadados. Gente privilegiada, con todas sus necesidades satisfechas con creces (y muchas no necesidades también satisfechas), se sobresaltan por una medida que apunta hacia chicos de sectores populares. Lo rechazan, en el corto plazo, por petisos motivos electorales: lo ven como una medida que, metiendo “platita” en el bolsillo de sectores descontentos, puede ayudar a torcer el voto. Pero, en el plazo de mayor alcance, el rechazo se afianza en motivos más profundos y más arcaicos: rechazan cualquier sospecha de alegría de los sectores populares que, creen, no hicieron el suficiente esfuerzo, el “mérito”, de sonreír, de conocer la playa, de escuchar música con los pies enterrados en la arena. El tuit de Nik, respondido por el patotero Aníbal Fernández, concentró ese prejuicio en el módico precio de 140 caracteres. No odian la política del Estado hacia los pobres, escasa, por otra parte. Fundamentalmente rechazan a los pobres.

Las reminiscencias, inevitablemente, tienen ecos de la discusión de los hoteles sindicales y la “invasión turística zoológica” de sectores populares sobre Mar del Plata, la otrora perla de la costa argentina, durante el primer peronismo. Esos pobres invaden arenas ajenas, ocupan con sus músicas indeseables el apacible aire que es propiedad de los dueños de todo, incluso de la playa, de la arena, de las olas y el viento, el frío del mar, shalalala.

Ahora la indignación es más clasista y malintencionada: los ricos, o sus emuladores ideológicos, ni siquiera se cruzarán con esos turistas adolescentes de indeseables sectores sociales, sencillamente porque esos chicos no irán a Cariló, no frecuentarán los balnearios privados de Pinamar. No harán una “apropiación cultural” de sus nuevos destinos turísticos como ellos juzgan que sucedió con Mar del Plata hace décadas. No. Solamente repelen toda sospecha de alegría que pueda existir por fuera de sus countries mentales.

Muchas voces denunciaron correctamente la doble vara con la que estos sectores miden este tipo de discusiones. Noe Barral Grigera, la periodista de Pasaron Cosas, decía con justicia que muchos de los que se quejan, querían que el Estado rescate como Batman a los turistas “varados” en hoteles de lujo en Miami, por viajar a destinos de elite en el medio de la segunda ola de Covid en el verano. O silban bajito mientras se anotan en Previaje, para que el Estado (horror público, utilización privada) les devuelva parte de lo gastado en sus viajes múltiples. Porque ellos lo merecen. No como otros, no como los pobres. Que primero piden conocer el mar y después te piden tablas de quesos.

Tan clasista, delirante y privilegiado fue el rechazo a esta medida del gobierno, que bajó la vara de la discusión hasta las napas que están debajo del subsuelo: pagar 30 mil pesos a chicos a los que se arranca la posibilidad de un laburo digno, que son condenados a la desocupación o a laburos en condiciones medievales, no es mucho que digamos, mucho menos en un país cuya billetera está agujereada por los boqueteros de alta alcurnia del FMI y con la mitad de la población en condiciones de pobreza. Los sectores pudientes y sus voceros cambiemitas rechazan con tanto encono a las demandas de los sectores populares, que lo poco, poquísimo que invierte un Estado concentrado en un ajuste, hace que sea presentado como una gesta. Pero no lo es.

El rechazo a esta política modesta, aislada, escasa, es funcional a la política del gobierno, de los gobiernos, que es una política de ajuste. Como algunos “llenos” se quejan, parece que la política adoptada es osada. Pero no dejan de ser migajas que caen de un banquete que organiza el Estado, que disfrutan nuestros quejosos antiturísticos, banquete al que no son, no fueron y no serán invitados jamás nuestros pibes con 30 mil pesos para conocer Chapadmalal.

Capítulo 3: la mesa de quesos del FMI

Nuestros antagonistas, tanto los que rechazan que los pobres reciban cualquier tipo de política del Estado (el desagradable término “platita” que acuñó el gobierno), como los que se felicitan a sí mismos por un sostén de 30 mil pesos a chicos humildes en una provincia donde la patria sojera llena los silobolsas con dólares sin liquidar, coinciden en algo, no obstante. En dos cosas, puntualmente.

En primer lugar, que tanto quienes atacan a L-Gante por su mesa de quesos ficcional y estigmatizante, como los que aprovechan esa discusión para pintarse un poco de pueblo mientras atacan, justamente, a ese pueblo, coinciden en que hay algo, unas tablas sagradas, unos mandamientos incuestionables: la mesa de quesos del FMI no se toca.

Así es, la campaña del “sí” del gobierno incluye decir que “sí” a garpar, dólar a dólar, la odiosa deuda que legó el Mago de la Reposera y el Mejor Equipo de Timberos de los últimos 50 años, más allá de que Alberto se enoje en Twitter, o de que se saque la camisa para entrevistar a L-Gante. Las pretensiones del FMI, y los países y empresarios agazapados detrás de esa sigla, sus amenazas de reformas laborales, la actualidad de su ajuste fiscal, etc., no se cuestionan, más allá del episodio fugaz de la carta de Cristina y del juego de roles a cielo abierto. Los reclamos de esos saqueadores son un piso político, cultural, moral que une a los de arriba por sobre toda grieta. En el Mayo francés decían que debajo de los adoquines está la playa. Ahora, debajo de la playa de esos pibes, está el infierno del FMI. Y a eso, todos ellos le dicen “sí” y solo la izquierda le dice “no”.

Capítulo 4: la triple vara, demasiados derechos

Hay otra coincidencia, quizá tan odiosa como la mencionada recién. Más allá de la sobreactuación de defensa de los más humildes ante tal o cual discusión puntual, la posición estratégica ante las aspiraciones de los sectores trabajadores y populares presenta muchos más acuerdos entre gobierno y oposición de derecha de los que ambos están dispuestos a reconocer. Y para ello, pongamos tres ejemplos: la discusión sobre los planes sociales, la discusión sobre la reforma laboral, y la discusión sobre Guernica.

“Convertir los planes sociales en empleo” fue una de las consignas que acuñó el gobierno nacional luego del cambio de gabinete. Parece que el “volumen político” del que se jactaba el oficialismo significaba, en muchas agendas, asumir el arcón discursivo de la derecha como propio. Incluyendo el relato clasista contra los miembros de organizaciones sociales. La derecha presenta a los que cobran un plan como vagos que no trabajan y eso oculta dos cosas: que la pobreza es un mal impuesto a casi la mitad de la sociedad como un enorme hecho social degradante, no como una elección de vida, como trata de instalar la derecha machaca y machacan defensores de fugadores como Milei.

Y segundo, se oculta que muchos (y sobre todo muchas) de los y las que cobran planes, trabajan, y lo hacen de manera precarizada, no reconocida, con bajos salarios y nulos derechos. “Convertir los planes en empleo” es un ninguneo a muchas, muchísimas mujeres que trabajan todos los días y a las que el gobierno, como la derecha, ignoran. Esto fue denunciado por voceras de organizaciones oficialistas, incluso.

Con la reforma laboral ocurre algo análogo. El sustrato ideológico que propone ese ataque orquestado contra los trabajadores y sus conquistas, es que los trabajadores tienen “muchos derechos”, que impiden un armónico desarrollo de las inversiones, del capitalismo. Entre los impuestos asfixiantes y la “rigidez laboral”, los empresarios no invierten. Este discurso viene picando en punta entre los latiguillos de los sectores que van desde, nuevamente, Milei a las alas autopercibidas sensibles (je) de Cambiemos.

El oficialismo rechaza, presuntamente, esa reforma. Pero ese mismo oficialismo que permitió que Macri ataque a los jubilados, aplica reformas similares fábrica por fábrica. El ejemplo más cercano en el tiempo es Toyota, planta que no casualmente visitó este martes Alberto Fernández. Allí la patronal, el sindicato SMATA, aliado del flamante Ministro Julián Domínguez y (por lo visto) el gobierno todo, impulsan ataques contra conquistas como las que se lograron, nada menos, en el Cordobazo.

Por debajo de la mesa parece que no hay tanta diferencia en considerar los “demasiados derechos” de los trabajadores como un escollo, algo sobre lo que hay que avanzar. En ningún caso se cuestiona que los empresarios, los bancos, las cerealeras hayan ganado miles de millones durante una pandemia. O que haya sido fugado el equivalente al PBI de Argentina, o que el país esté tercero entre los fugadores de Pandora Papers. Menos se rechaza el “derecho” de los ricos a fugar, robar, evadir. Tal es así que, antes, Vicentin fue un curioso martir, luego de estafar al Banco Nación a pequeños productores y a trabajadores. En plena pandemia, los trabajadores de la Algodonera Avellaneda en Reconquista denunciaban que Vicentin facturaba más de 220 mil pesos por minuto y pagaba 20 mil pesos de salario y 10 pesos por antigüedad, ellos contaban que en la cuarentena obligatoria vieron que había una vida afuera de la fábrica y eso hizo que se decidan a salir a pelear por aumento salarial.

No se cuestiona nunca el derecho de los dueños de todo a hacer lo que les venga en gana, ni menos se considera la posibilidad remota de que cuestionando sus privilegios, la riqueza mal habida y los curros de los más ricos, pueda encararse la resolución de los grandes problemas “nacionales y populares”. Pero sí se presenta a los trabajadores como voraces y “rígidos” escollos para que el país salga adelante, de la mano de los que “hicieron mérito” de estar donde están. Algunos defienden eso con saña, otros silbando bajito. Pero concuerdan más de lo que se dice. Otra mesa de quesos que no sacude tanto a esa indignación selectiva.

Capítulo 5: qué lindo es el pobre cuando no reclama nada

Y, por último, otro acuerdo implícito: el rechazo al derecho a reclamar. El rechazo de los ricos y de los políticos de Cambiemos hacia los “demasiados derechos” de los de abajo y la reivindicación anémica que hace el oficialismo de un tipo ideal de pobre sumiso, que agradece lo que le da el Estado, se juntan en un vértice: no se acepta que los trabajadores, los sectores populares, “los de abajo”, esos humildes, den el paso de reclamar con sus propias manos lo que les falta, lo que creen junto, lo que les roban día a día desde hace décadas.

Por eso, más allá del discurso (unos hablan del derecho a la vivienda y otros de que tiene casa “el que se rompe el lomo trabajando”), ambos sectores coinciden en que es algo inaceptable que esos “sin nada” ocupen un terreno y exigen una vivienda ante la insoslayable evidencia de que el Estado no garantiza ese derecho elemental. Lo mismo sucede cuando trabajadores reclaman no ser más precarizados, no trabajar más bajo la estafa de la tercerización laboral, y toman medidas de fuerza, como cortar puentes: oposición y gobierno coinciden en que hay que reprimir. Ahí no hay grieta tampoco.

Capítulo 6: pelear por todo lo que falta

En definitiva, más allá del clasismo desenfadado de “vagos empresariales” que viven del Estado y de sus voceros, con sus privilegios, sus subsidios, sus condonaciones de deudas y sus fugas de dinero, o de la reivindicación del humilde que recibe una ayuda, “platita” del Estado, mientras gobiernan para esos vagos, se defiende la tabla de quesos de los más ricos, y se rechaza la aspiración de terminar con esa situación de despojo por parte de los que no tienen nada.

La fábula de los “demasiados derechos” oculta el derecho de los trabajadores a pelear por todo lo que les falta, el trabajo, la vivienda, la educación, la salud, el tiempo libre e, incluso, su propio gobierno, para terminar con el despojo de siempre, para siempre. Nosotros y nosotras, la izquierda, peleamos por eso, por todo eso. (LID) Por Octavio Crivaro

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