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Las cárceles en una sociedad violenta

Siempre se ha sostenido que la función principal de toda organización política es garantizar jurados probos a todo habitante al que otros ciudadanos denunciaren por cualquier motivo. Pero falta saber reconocer a esos jurados. Y a la hora de preguntar nos cuestionamos si es justo enviar a la cárcel a las personas. ¿Se consigue con ello el doble fin que se trata de obtener; impedir que se repita el acto antisocial y mejorar al hombre culpable de un acto de violencia contra su semejante?

21 de noviembre de 2014| Ernesto Martinchuk |

Miles de seres, hombre, mujeres y jóvenes son encerrados en cárceles y presidios de la Argentina. Enormes cantidades de dinero gasta el país en sostener sus edificios y no menores sumas en engrasar las diversas piezas de esa pesada maquinaria -policías y magistratura- encargada de mantener esas prisiones. Y como el dinero no brota sólo en las cajas del Estado, sino que cada peso representa la pesada labor de un trabajador, resulta que todos los años, el producto de millones de jornadas de trabajo, es empleado en el mantenimiento de las prisiones y en sueldos a los detenidos que ganan casi el doble que un jubilado.

Ahora bien, ¿quién se ocupa en la actualidad de los resultados que se van obteniendo? De todo se habla en la prensa, pero casi nunca se ocupa de las prisiones y si alguna vez se habla de ellas es por revelaciones más o menos escandalosas. Y en tales casos, por espacio de quince días, se piden nuevas leyes, y pasado aquel tiempo, todo queda igual, o cambia para peor.

En cuanto a la actitud de la sociedad respecto a los detenidos, no pasa de la más completa indiferencia y puede advertirse que el hombre que ha estado en la cárcel, volverá a ella. Esto es inevitable. Las cifras lo demuestran. Los informes nos dicen que la mitad, aproximadamente, de los juzgados y las dos quintas partes de los sentenciados, fueron educados en la cárcel para reincidir. Más de las dos terceras parte de los detenidos, puestos en libertad, por las mal denominadas instituciones correccionales, vuelven a la cárcel dentro de los doce meses que siguen a la fecha de su primera salida de ella. Existen algunos presos que habiendo tenido un buen sitio en el taller o la enfermería, ruegan al salir de la cárcel, que se les reserve el sitio para su próximo regreso.

Pero el hecho por el cual se vuelve a la cárcel, es siempre más grave que el que cometiera la primera vez, según los especialistas en el tema. Por otra parte, cualesquiera que sean los cambios introducidos en el régimen penitenciario, la reincidencia no disminuye, lo cual es inevitable. La prisión mata en el detenido todas las cualidades que le hacen propio para la vida en sociedad. Convirtiéndole en un ser que, fatalmente, deberá volver a la cárcel y que morirá en un acto delictivo o en la misma prisión. O sea que las Casas de Corrección pasan a convertirse en casas de corrupción.

Ahora bien. ¿qué podría hacerse para mejorar el régimen penitenciario? La verdad ¡Nada!, porque no es posible mejorar una prisión sin demolerlas y por otra parte no es cuestión de hacer más cárceles, sino de hacer cumplir la ley. Al contrabando de alcohol, drogas, tarjetas telefónicas e influencias, sigue la explotación de los detenidos por los encargados de vigilarlos.

En primer lugar existe un hecho constante, ninguno de los presos reconoce que la pena que se le ha impuesto es la justa. Si se habla con un detenido por hurto dirá que los pequeños rateros están presos mientras los grandes viven libres y gozan del aprecio de la gente. ¿Y que se le puede contestar, si tiene razón?

El que ha robado a lo grande confesará que no fue lo bastante hábil y por eso está preso. Y qué podemos responderle si sabemos cómo se roba en las altas esferas, y como, después de escándalos de los que tanto se habló, se llenaron hojas y hojas de diarios, como minutos de televisión y radio, vemos como se otorga el privilegio de inculpabilidad a los grandes ladrones. ¿Cuántas veces hemos oído decir a los presos: “Los grandes ladrones no somos nosotros, son los que aquí nos tienen!” ¿Y quién se atreve a decir lo contrario?

Cuando se conocen las estafas increíbles que se cometen en el mundo de los negocios financiero; cuando se sabe de qué modo íntimo el engaño va unido al mundo de la industria; cuando uno ve que ni los medicamentos escapan de las falsificaciones; cuando se sabe que la sed de riquezas, por todos los medios posibles, forma la esencia misma de la sociedad actual, llega uno a coincidir con lo que manifestó un recluso que dijo que las prisiones fueron hechas para los torpes, no para los delincuentes y criminales.

Un detenido no es un hombre capaz de tener un sentimiento de respeto. Es una cosa, un simple número al que se le considerará un objeto numerado. Antes de entrar en la cárcel, habrá podido causarle repugnancia la mentira, o el engaño, pero al llegar a la cárcel aprenderá a mentir y a engañar. Y hasta llegará el día en que la mentira y el engaño serán para él una segunda naturaleza.

Y hablando de naturaleza. Para tener en cuenta. En 1884, un periódico británico, La Naturaleza, publicó un trabajo de S.A. Hill acerca del número de actos de violencia y suicidio en las Indias inglesas. Todo el mundo sabe que cuando hace mucho calor, y mucha humedad, el ser humano está más nervioso que en cualquier otra ocasión. Pues bien, en la India, la temperatura en verano es excesivamente calurosa y húmeda. El señor Hill se tomó el trabajo de registrar, por varios años, las cifras de los actos de violencia cometidos, mes por mes, y examinó la influencia de la temperatura y la humedad. Por un procedimiento matemático muy sencillo, pudo calcular una fórmula que a cualquiera le permite predecir el número de crímenes con sólo consultar el termómetro y el higrómetro, instrumento que mide la humedad. Tómese la temperatura media del mes y multiplíquese por 7, agréguese al producto de la humedad media y multiplíquese la suma por 2, el resultado será el número de asesinatos cometidos en el mes. También puede hacerse lo propio para saber los suicidios…

Año tras año miles de niños crecen en la suciedad moral y material de nuestras ciudades, entre una población desmoralizada por la vida al día, frente a podredumbres y junto a la lujuria verbal y visual que inunda nuestras grandes poblaciones.

No saben lo que es el hogar paternal; su casa, que no es lo mismo que su hogar, es hoy una covacha y mañana será la calle. Entraron en la vida sin conocer un trabajo razonable de sus padres. No aprenden ningún oficio, y si va a la escuela, en ella no le enseñan nada útil y abandonan. ¿Qué ve el niño que crece en la miseria? Hoy todo tiende a desarrollar la sed de riqueza, el amor al lujo vanidoso, la pasión de vivir a costa de los otros, a destrozar y despreciar el producto del trabajo de los demás.

La sociedad misma fabrica a diario seres incapaces de llevar una vida honrada de trabajo y hasta glorifica los delitos que se ven coronados por el éxito. Cuándo la mano callosa es considerada señal de inferioridad, un traje de seda significa superioridad y los medios de comunicación sólo saben desarrollar el culto de la riqueza y el facilismo. Se fabrican a diario seres incapaces de llevar una vida basada en el trabajo, el estudio y el esfuerzo. Estas son las verdaderas causas de los actos antisociales en la sociedad, que cada día son más crueles.

El hombre es el resultado del medio en que crece y pasa su vida. Es necesario inculcar la importancia del trabajo desde la infancia, acostumbrarla a considerarse como parte de la humanidad, a comprender que en esa inmensa familia no se puede hacer mal a nadie sin sentir uno mismo los resultados de su acción. Esta nueva Educación debe comenzar desde el primer día de ingreso del niño en un aula, donde debemos comenzar a aprehender que tenemos derechos pero también obligaciones. Vivimos demasiado aislados. El individualismo nos ha conducido a ser egoísta en todas nuestras relaciones.

La vieja familia, basada en la comunidad de origen ha desaparecido. En esa familia, los hombres se veían obligados a conocerse y ayudarse, apoyarse moralmente en toda acción, para impedir los actos antisociales que hoy se cometen.

Ernesto Martinchuk es periodista, escritor, investigador, documentalista.

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