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Genocidio: desde 1983 la política de Estado fue la impunidad y la “reconciliación”

De Alfonsín a Macri, todos los gobiernos, sean radicales, peronistas o de coalición, mantuvieron el aparato represivo heredado de la dictadura y sólo frente la presión popular dieron algunas concesiones.

9 de mayo de 2017| Daniel Satur |

El martes pasado, apenas conocido el fallo de la Corte Suprema que beneficia con el “2x1” a un genocida de la dictadura cívico-militar (condenado por decenas de crímenes de lesa humanidad), la coalición Cambiemos se vio en un brete.

Si bien en varios despachos oficiales se recibió con alegría la resolución, la catarata de repudios que desató, provenientes de los sectores más diversos, obligó a algunos cerebros del Gobierno a recalcular.

Pasada una semana, desde el radical exjuez del juicio a las Juntas Ricardo Gil Lavedra (“el fallo es innecesario, inoportuno y equivocado”) hasta la ultramacrista María Eugenia Vidal (“para los delitos de lesa humanidad no puede haber atajos”) buscaron despegarse del trío supremo que desde hace una semana está en boca de todo el mundo.

Si hasta el mismísimo senador Federico Pinedo (tan afecto a la defensa de los derechos humanos como el rabino Bergman a la ecología) presentó un proyecto para limitar el fallo de la Corte así no beneficia a otros genocidas.

Es la relación de fuerzas, estúpido

Así, en pocos días, el Gobierno de Macri confirmó que, al menos en este tema, no cuenta con una relación de fuerzas tan favorable que le permita ir rápido y hasta el final en su plan de reorganización nacional.

Por eso, paradójicamente, ahora Elena Highton de Nolasco (promovida por Néstor Kirchner), Horacio Rosatti (exministro de ese mismo presidente) y Carlos Rosenkrantz (exasesor de Raúl Alfonsín) se quedaron solos blandiendo su fallo. O mejor dicho, sólo acompañados por los genocidas, sus familiares y amigos.

Incluso el diario La Nación, que desde que asumió Macri pide impunidad y más impunidad, se vio obligado a tratar el tema con cierto cuidado. Y ya se presentó una denuncia penal contra los tres jueces por “prevaricato” (es decir por cometer el delito de abuso de autoridad fallando ilegítima e ilegalmente).

Números de verdad

En 1984 el abogado Eduardo Luis Duhalde publicó un informe titulado El Estado terrorista argentino, donde calculó que entre 150 mil y 200 mil personas formaron parte activa, con sus niveles de responsabilidad y jerarquías, del genocidio perpetrado entre 1976 y 1983.

A 33 años de aquella publicación (y un poco más de la finalización de la dictadura) sólo hay 750 genocidas condenados. Un tercio apenas de los casi tres mil imputados en causas de lesa humanidad, de los cuales (encima) la mitad está en libertad.

Huelga decirlo a esta altura, pero que al menos el 1,5 % de los genocidas terminaran enjuiciados fue producto de la valentía y la perseverancia de sobrevivientes, familiares, organismos de derechos humanos, abogadas y abogados que tomaron la decisión de luchar, en serio, por verdad y justicia.

Durante décadas, miles de personas vienen marchando en las calles exigiendo el juicio y castigo a todos los genocidas, en memoria y honor de las 30 mil compañeras y compañeros detenidos desaparecidos. Uno de los cánticos más escuchados a lo largo de tantos años dice que “a los milicos los salvaron sus amigos, la democracia peronista y radical”. Y la razón de esas estrofas radica en la impunidad acumulada durante décadas.

Porque más allá de los relatos sobre la voluntad democrática alfonsinista o sobre la épica nacional y popular kirchnerista, todos los gobiernos que pasaron desde 1983 coincidieron en la necesidad imperiosa de trastocar lo menos posible el aparato represivo estatal heredado de la dictadura. Si no, no se podría comprender de conjunto el accionar de los dos partidos mayoritarios de Argentina y sus diferentes coaliciones a lo largo de estas cuatro décadas.

Del genocidio a la impunidad

Fue el Partido Justicialista, con acuerdo explícito del radicalismo, el que ordenó por decreto en 1975 “aniquilar a la subversión”, dándole llave en mano a Videla, Massera y Agosti la justificación política del plan genocida. Fueron la Unión Cívica Radical y el PJ los partidos que más funcionarios pusieron al servicio de las juntas militares a partir del 24 de marzo de 1976. Y fueron radicales de la talla de Balbín, Illia, Alfonsín y Perette quienes tuvieron muchas reuniones cordiales en esos años con quienes decidían sobre la vida y la muerte de millones.

Fueron la UCR y el PJ quienes impulsaron en 1981 la Multipartidaria y negociaron durante dos años con los genocidas la salida de la dictadura. Lo hacían, como sus mismos documentos lo afirmaban, “bajo el lema del Episcopado Argentino: la reconciliación nacional”.

Fue el Gobierno de Raúl Alfonsín el que se embanderó en 1983 con la “teoría de los dos demonios”, poniendo un signo igual entre el terrorismo de Estado y el accionar de las organizaciones políticas armadas, buscando así justificar la demonización burguesa de las diferentes experiencias políticas, sindicales, culturales y sociales que pusieron en jaque a las clases dominantes en los años 70.

Pero como eran muchas las personas que habían luchado contra la dictadura, el régimen en formación debía dar una señal de confianza. Así fue que en 1985 se realizó el histórico juicio a las tres primeras juntas militares que se repartieron el gobierno entre 1976 y la Guerra de Malvinas.

Pero un año después Alfonsín haría votar en el Congreso la ley de Punto Final, que le pondría un coto temporal a las denuncias de sobrevivientes y familiares de víctimas, ayudando a bajar el número de genocidas imputados. Y al otro año, en 1987, tras negar que negociaría con Aldo Rico y sus carapintadas alzados en Semana Santa, el líder radical saldría del Congreso con su ley de Obediencia Debida bajo el brazo.

Miles y miles de genocidas quedaban amparados por la “democracia” y vivirían muchos años tranquilos. Eso sí, “a cambio” se hacía votar en 1988 la Ley de Defensa Nacional, que dejaba formalmente prohibida la intervención en conflictos internos por parte de las Fuerzas Armadas. No fuera a ser cosa.

La infamia peronista

Para no ser menos, mientras dejaba el “salariazo” y la “revolución productiva” en el arcón de las promesas incumplidas, Carlos Menem decretaría los indultos para Videla, Massera, Galtieri, Viola, Suárez Mason y varios jerarcas más. Fue en 1989 y 1990, con el apoyo de todo el arco político patronal y de todos los gobernadores, desde el cordobés radical Eduardo Angeloz hasta el santacruceño Néstor Kirchner.

Años después, pasados veintidos del golpe genocida y con una década de menemismo a cuestas, el mismo régimen que había salvado a los milicos daría una impresionante demostración de suprema demagogia. En 1998 el PJ de Menem y la Alianza radical-frepasista derogarían las leyes de Obediencia Debida y Punto Final. Es decir, las dejaban sin efecto... pero para el futuro. Nada que molestara a Astiz, Acosta, Etchecolatz, Barreiro, Milani.

Serían las jornadas revolucionarias del 19 y 20 de diciembre de 2001 las que pondrían en crisis al régimen. Y con él, a sus leyes y decretos de impunidad. Kirchner abrigó la herencia de Duhalde (con su ministro de Economía y todo) pero con ropajes necesariamente diferentes. Sin embargo, no fue hasta que la diputada de izquierda Patricia Walsh presentara un proyecto para anular las leyes y volver un poco la cosa atrás que el peronismo se sintió interpelado.

En 2003 el Congreso votó finalmente la nulidad de la Obediencia Debida y el Punto Final, ahora sí con efecto retroactivo. Y allí votaron afirmativamente, mancomunados, democráticos y como si nada hubieran tenido que ver con la historia, los bloques del PJ y la UCR.

Deberían pasar dos años más para que la Corte Suprema (recauchutada por el kirchnerismo) se sintiera obligada a declarar esas leyes inconstitucionales. Y cinco años más pasarían hasta que en 2010 el máximo tribunal declarara inconstitucionales los indultos.

Y el aparato intacto

Durante décadas, entre tantas maniobras leguleyas y transas políticas, no faltaron varios descabezamientos de las cúpulas de las Fuerzas Armadas y de Seguridad, así como múltiples reformas cosméticas y llamados a la “reconciliación” de esas mismas fuerzas con la sociedad civil. Sin embargo (o justamente gracias a eso) el aparato represivo de conjunto se ha mantenido prácticamente intacto.

Si bien el Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea en estas décadas desarrollaron tareas fronteras afuera, colaborando con las potencias imperialistas en eufemísticas misiones “de paz” de la ONU, las fuerzas de Seguridad (a las que se sumaron la Gendarmería y la Prefectura) fueron empleadas a pleno para reprimir a la población en diferentes momentos y durante todo el período.

En reiteradas oportunidades los organismos de derechos humanos o las propias víctimas de la represión a huelgas, piquetes y puebladas denunciaron la presencia de genocidas en esos operativos, incluso comandando las acciones.

Así como Menem envió en 1997 al comandante mayor Eduardo Jorge a dirigir el operativo criminal de Gendarmería contra docentes y petroleros (asesinando a Teresa Rodríguez) en 1999 De la Rúa hizo lo propio con el comandante mayor Ricardo Alberto Chiappe, a quien asignó la tarea de reprimir una protesta docente en Corrientes donde dos jóvenes terminaron muertos. De allí a la designación de César Milani al frente del Ejército en 2013 hubo siempre un hilo conductor: si hay genocidas, mientras no sean descubiertos públicamente, que sigan brindando sus servicios.

De no comprender ese acuerdo estratégico entre los partidos tradicionales para sostener el aparato represivo y encubrir a la mayor cantidad de genocidas posible, costaría entender varias cosas. Por caso, costaría comprender por qué a más de diez años de desaparecido Jorge Julio López no existe en los expedientes judiciales un solo imputado mientras que es vox populi la participación directa de la Policía Bonaerense y se sabe quiénes podrían estar detrás de ese crimen.

También costaría entender por qué el número de imputados, procesados y condenados por el aniquilamiento de 30 mil personas y el saqueo de la economía nacional representa menos del 2 % del total de ejecutores del terrorismo de Estado.

Y costaría entender, por supuesto, por qué hoy los destinos del país siguen siendo digitados por una clase social parásita y criminal, ayudada en su empresa por un nutrido personal político, policial y judicial.

El escándalo del “2x1” protagonizado por un quinteto de jueces ricos que la población no eligió ni puede remover, no salió de la nada ni puede sorprender del todo. Esos jueces fueron puestos por las mismas manos que durante décadas votaron leyes de impunidad, decretos de amnistía y otras canalladas. Las mismas manos que, cuando la presión popular fue incontenible, anularon esas leyes y decretos, bajaron algún que otro cuadro y se vistieron de progresistas.

Echarle la culpa del estado actual de las causas y de la posibilidad de que esos genocidas salgan en libertad sólo a los editoriales de La Nación sería un acto de cinismo. Porque a los milicos, antes y ahora, los salvaron sus amigos de la democracia peronista y radical. (LID)

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